A sus 24 años el santanderino Gerardo Diego Cendoya aprueba las oposiciones de catedrático de Literatura y su destino como profesor –al igual que le pasó a su predecesor Antonio Machado– lo trajo hasta el único Instituto de Enseñanza Secundaria entonces existente en Soria. Corría el año 1920. Y aquí permaneció entre los nuestros dos cursos tan solo para trasladarse luego, sucesivamente, a Gijón, Santander y, finalmente, a Madrid. Pero, Gerardo Diego, además, era poeta. Y también con su lírica le cantó a Soria a lo largo del tiempo –porque él, nostálgico, siempre regresó, tanto de hecho como de pensamiento–. Cantó a sus paisajes y a sus gentes, en versos magistrales compilados en su precioso poemario “Soria Sucedida”(1977).
Agradecida por ello, la ciudad del alto Duero le plantó una bonita escultura –obra del artista local Ricardo González Gil– en los soportales de El Collado, junto a la cristalera del salón de los espejos del Casino Amistad-Numancia. Lugar recreativo al que acudía don Gerardo, después de impartir sus clases, y donde solía verse con otros escritores y periodistas sorianos con los que mantenía animada tertulia y trabó perenne amistad. Queda bien retratado. Su figura sedente, flaca y ascética, con las piernas cruzadas, envarada dentro de su traje, con el rostro severo y sujetando un libro con su mano izquierda. En la mesita, con versos grabados de su “Bécquer en Soria”, una taza de café que coge con su mano derecha. Le gustaba echarle un primer terrón de azúcar y remojar el otro cuidadosamente, observando el fenómeno de la capilaridad. Y frente a él una silla vacía, para que se siente a departir un rato el viandante o el turista pueda hacerse una foto. Me recuerda esta estatua a la del poeta Fernando Pessoa en el café A Brasileira, sito en el Chiado de Lisboa.
Ha transcurrido un siglo de su llegada. Íbamos a celebrar el acontecimiento con actividades culturales varias. Pero la adversidad de lo inesperado lo ha trastocado todo. Nadie mejor que él, puede entender de lo que hablo. Porque a él le tocó vivir algo muy similar, cuando se presentó por primera vez a oposiciones de Instituto en Madrid, en 1918. Fue con la gran gripe, la mal llamada gripe española. También una pandemia, que causó más víctimas que la primera guerra mundial con la que coincidió. Aquí en Soria murieron 1500 personas. La madre de su amiga Concha de Marco, con 25 años, y su hermanita Carmen sin legar a cumplir uno, entre ellas. Concha recordaría en aquel homenaje del Club Urbis de Madrid, en 1973, saberse de memoria su poema dedicado a Bécquer, aprendido de jovencita.
Este año 2020 ha sido, pues, un año atípico. Nefasto. Marcado al completo por la pandemia del Coronavirus o Covid-19. Año dramático y terrible por todos los que se han ido. Aquí en nuestro país es como si un avión repleto de viajeros se estuviera estrellando cada día. Algo que ya se ha incorporado a la rutina de las estadísticas en los telediarios. Quién nos lo iba a decir a nosotros, tan felices y despreocupados, que una pandemia tan letal iba a cambiar y de qué manera nuestras vidas. Se ven comercios cerrados, y menos gente y menos alegría por las calles y plazas por mucho que hayan encendido las lucecitas multicolores de la Navidad para reanimarnos. Un mal año que nos ha llevado al estado de alarma, a sentir por dentro el miedo, al confinamiento y a la soledad. A los sentimientos de tristeza e incertidumbre.
Habrá quien recurra al dicho de que no hay mal que por bien no venga para extraer algo bueno de esta contrariedad. Por ejemplo, con relación al calentamiento global y el cambio climático, alegando que ha mejorado la calidad del aire en nuestras ciudades. Pero para frenar las emisiones de CO2 y ser más respetuosos con el medio ambiente se necesitan políticas eficaces, ejercer una mayor presión social y lograr una clara conciencia de que lo prioritario son las personas, frente a la hipocresía del capitalismo verde y la mercantilización de todo. Que, también, ha servido para reencontrarnos con nosotros mismos y valorar mucho más lo cercano, lo esencial, disfrutando de los placeres cotidianos y del reencuentro con la familia, lo que nos hace más felices. Acaso todo ello pensando en que regresaremos a la vieja normalidad, antes que asumir que hay cosas imposibles y que ya nada volverá a ser como era. Y deberíamos aprovechar la oportunidad que nos ha dado el Covid-19 para salir de esta encrucijada de una manera diferente.
Hemos sufrido la situación extraña del año 2020, un ciclo o círculo completo, que es tanto y es tan poco. Un año que nos ha puesto a prueba. Cierto es que hay cosas que no van a cambiar, aunque otras muchas sí, y entraremos en un mundo en el que lo virtual va a hacerse omnipresente en numerosos ámbitos: salud, educación, trabajo… Pero, no deberíamos renunciar a mantener las relaciones sociales y al contacto con los demás, que es lo que da pleno sentido a nuestras vidas.
Estos días comienza en España el proceso de vacunación, el milagro esperado conseguido en tiempo récord por los científicos. Como principio del fin. Una inyección con doble dosis para que sea efectiva, que se aplicará de aquí en adelante para acabar con la pandemia y conseguir un grado importante de inmunización. Mientras tanto, hemos de llevar la mascarilla puesta y actuar con prudencia y responsabilidad. No deberíamos, pues, volver a las andadas y repetir los errores del pasado, para no hipotecarnos el futuro y para que el año 2021 se convierta en el año de la esperanza.
Decía Gerardo Diego que ser poeta no es una ambición, sino una manera de estar solo. Yo sigo aquí, en este tiempo de mentiras y noticias falsas. Contemplando los ojos de la gente. En mis conversaciones conmigo mismo sobre los paraísos perdidos, la liturgia de la vida que repite siempre lo mismo sin romper con la costumbre, la falta de oportunidades para la juventud y la libertad de expresión. Cronista de lo que pasa. Pienso antes lo que digo y digo luego lo que pienso. Frente a aquellos que quieren monopolizar el relato. Todavía respiro y escribo, que no es poco. ¡Feliz 2021!
José María Martínez Laseca
(27 de diciembre de 2020)