Me gusta mi Soria, toda vestida de blanco como una novia. Y es que la nieve ha venido a visitarnos dentro de esta ola de frío siberiano que otros dan en tildar de soriano. Que buena falta hacía para amamantar veneros. Para que sacien su sed los campos sembrados de cereal y para que respiren mejor las personas, sujetando las alergias. Aunque, la verdad sea dicha, ya no nieva como antes, por lo que no resulta extraño ver su manto blanco por televisión enjalbegando las playas de Mallorca, mientras aquí la echamos en falta. “No nieva de frío que hace”, decían nuestros mayores. Pero, esta vez caen los copos de buena gana y parece que el aire se puebla de una plaga de langostas blanquecinas. Se asientan sobre la superficie helada del río Duero y la tiñen de blanco. Como los montes y las sierras, en los que apenas renegrean algunas encinas. Desde lo alto del Castillo, la tierra que divisan mis ojos en derredor de la ciudad se oculta bajo una inmensa sábana blanca. Memoria de la nieve que se cobija en el silencio y que me trae al recuerdo la espiral de la muerte en nuestros pueblos vacíos por despoblados; si acaso, todavía, con algunos octogenarios testarudos. Pero esa misma nieve es una fiesta para los chicos escolares, que se revuelcan en su harina, se deslizan sobre su superficie con improvisados trineos, juegan con ella lanzándose bolas y levantan muñecos gordinflones con su inmaculado algodón.
Al Antonino, al “Mocha” y a mí nos agrada caminar, bien lo sabéis, sobre la nieve -sintiéndola crujir bajo nuestros pies-, tanto como el charlar, ya que todos tenemos cosas que contar, al par que sentimos curiosidad por conocer de los demás. Entendemos, por ende, que escuchar al discrepante nos enriquece. “Busca a tu complementario / que marcha siempre contigo / y suele ser tu contrario”, decía Machado. Y es que casi todos nosotros somos bastante diferentes a como nos imaginamos. De no ser así nos resultaría imposible el soportarnos a nosotros mismos. El pensamiento del hombre apenas ha evolucionado desde la era magdaleniense con lo que mantiene aquellos temores ancestrales, garantes de supervivencia. Sin embargo, el miedo, por causa de esta maldita crisis, se ha convertido ahora en un arma cargada de sumisión. En fin, la ola polar crea problemas por aceras y carreteras. Está el Moncayo azul y blanco: cual los Urales en la película “Doctor Zhivago” (1965).
José María Martínez Laseca
(9 de febrero de 2012)
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