Aquella tarde por las márgenes del Duero resultó diferente. Me fallaron el Antonino y “el Mocha”. Mas, mientras caminaba hacia el Pereginal, me topé con otros dos amigos. Se trataba de S.B. y J.R. que volvían al lugar de su infancia de travesuras y de juegos. Juntos, pues, tras cruzar el puente nuevo, avanzamos por la senda de zahorra allegándonos a los acantilados. Así a peña Grajera, que poblaran bandadas de estos córvidos. Más adelante, anduvimos sobre el entarimado de la pasarela hasta peña Mala, junto al puente de la variante, en donde desemboca el arroyo de la Fuente del Rey. Bellos parajes en los que mis compañeros, cuando niños, prendían con liga los ansiados turis cantores. De vuelta S.B. me refería que su padre solía cazar también por allí y que a ellos, infantes que curioseaban por el polvorín y se adentraban en los trigales del Mandarria, el tío Tormenta les disparaba con cartuchos de sal.
Me hablaron del molino eléctrico harinero en el arranque de la carretera de Almajano, donde acudía mucha gente a moler y de la posada en la carretera de Ágreda del Hermógenes Peña, de Aldealpozo, a la que llegaban las carretas que portaban maderas de pinares para regresar luego cargadas de trigo. En ella se hospedaban los Bozales de mi pueblo cuando acudían a la feria de septiembre en las eras de Santa Bárbara. Ya de vuelta por la orilla derecha me fueron señalando otros mojones de su paraíso infantil. Como el peñón desde el que saltaban al río los arriesgados mozos para atraerse a las muchachas. Más adelante, donde se abre el portillo en la muralla, el huerto del “tío Grande” -gigantón y santero de la ermita de la Soledad-, que les perseguía con una larga vara, porque ellos le robaban la fruta.
Junto al puente de piedra, se acordaron del garito del Augusto, de opíparas meriendas y bailes de parejas. Recordaron su atracadero. Las barcas alquiladas para navegar y bañarse en la ancha tabla del río. Las ruinas del convento de San Agustín, con el bar de la esquina, les llenaron a su vez de nuevas resonancias. De vuelta al casco urbano me decían que el barrio de San Pedro era, cuando ellos niños, igual que en las plumillas que pintó Sanz del Poyo. Nos separamos junto a las ruinas de San Nicolás y me dieron las gracias por rescatarlos del alzhéimer. Yo rumié estas palabras del poeta Joan Margarit: “el pasado es esa fiesta que nos damos a nosotros mismos”.
José María Martínez Laseca
(26 de enero de 2012)
No hay comentarios :
Publicar un comentario