Partiendo de de que no es posible entender el mundo sin un relato, cabe pensar que la plasmación iconográfica de las medievales iglesias románicas era la mejor manera de contarles a la mayoría de parroquianos analfabetos la historia sagrada. Así, en la fachada, presidiendo, se encontraba el Cristo Majestad, rodeado por los cuatro evangelistas. No faltaban los arcángeles San Miguel y San Gabriel, ni los veinticuatro Ancianos del Apocalipsis, ni el Espíritu Santo en forma de paloma, o el cordero de Dios. Además, aparecían Abel, Melquisedec y la creación de Adán y Eva junto al árbol simbólico del Paraíso.
Por las arquivoltas de la puerta de acceso o en el interior, se mostraban la Anunciación, La Visitación, el aviso de los pastores, la Natividad, la comitiva de los Reyes Magos, Herodes, la Matanza de los Santos Inocentes y otras representaciones de la vida adulta de Jesús. Son escenas extraídas del Viejo y del Nuevo Testamento, las que conforman una suerte de pedagogía visual, cuya finalidad era la de trasladar de manera eficaz a los creyentes el mensaje de que la salvación estaba del lado de aquellos que seguían el ejemplo de Jesucristo.
Es conveniente, además, realizar una lectura más detenida de otras imágenes labradas en los capiteles historiados para rastrear en ellos posibles usos y costumbres de la vida cotidiana. Porque nos aportan mucha información acerca de las prácticas más frecuentes y que menos se adecuaban a los preceptos de la iglesia. Este es el caso de aquellos vicios y pecados reprobados en los textos sagrados, homilías y sermones. No en balde tales pecados tienen la consideración de capitales. No eran sino recomendaciones dirigidas al pueblo llano. Aspectos a corregir como la lujuria, la avaricia, la embriaguez, la mentira, la difamación, etc. (presentes en ejemplos del Libro de Buen Amor de Juan Ruiz, el famoso Arcipreste de Hita) por tratarse de pecados posibles para cualquier cristiano y que debían de constituir práctica frecuente y generalizada entre los individuos a los que se dirige el mensaje.
De ahí cabe deducirse el más que probable afán moralizante de tales representaciones, al pretender persuadir a los fieles de las nefastas consecuencias que tendrían para su salvación tales prácticas. Hay en los templos románicos otras esculturas que muestran a hombres y mujeres exhibiendo impúdicamente sus cuerpos desnudos con escenas de sexo explicito. El lo que se conoce como el románico erótico. No sólo aparece en canecillos, capiteles y metopas, sino que incluso en el interior de las iglesias.
Lo que nosotros hoy vemos como algo escandaloso, para la gente del siglo XII era algo normal. La sexualidad –el denominado loco amor- encajaba dentro de lo cotidiano. Al igual que ocurre con el Libro de Buen Amor, muchos son los argumentos expuestos para justificar el enigma de estas representaciones en los templos. Desde la función moralizadora para reprimir vicios y pecados, pasando por la necesidad de incentivar la procreación, dada la mortalidad de la época, hasta la mera y simple plasmación de la propia realidad. Llevándolo más lejos, esas especulaciones podrían remitirnos al libre albedrío, es decir, a la capacidad de los hombres para decidir sus acciones. De escoger. Desconocemos que eso existía o no y si era posible en aquel tiempo tildado de oscurantista. Pero, llamativamente, aquellos pobladores se nos muestran como si la libre elección existiera. Y todo ello porque un mundo sin la ilusión de la decisión les parecería insoportable moral y estéticamente.
José María Martínez Laseca
(22 de septiembre de 2014)
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