A mi hora, cual de costumbre, yo descendía desde el IES Machado, tras impartir mis clases de lengua y literatura, por la calle Instituto, cuando, en el escaparate de la tienda Monreal, esquina al Collado, algo distinto a los objetos habitualmente allí expuestos reclamó mi atención. Y me detuve a contemplarlo. Se trataba de una muestra de la obra escultórica de Juan Rivero Sanz, y que reconocí al instante, dadas sus inconfundibles cabezas dolicocéfalas. Abstraído estaba yo en su gozosa contemplación cuando se me acercó Carmen Pérez Aznar, la magnífica pintora del mítico grupo SAAS, que me preguntó si yo conocía al artista. Sí, le respondí presto, que me lo presentó mi contertulio Ignacio Riera hace tiempo en la plaza de Herradores, que es un punto de encuentro, e intercambiamos algunas palabras. Rostro apacible, con cabello largo y de musculosa complexión. Paisano (Soria, 1968), era hijo del radiólogo doctor Rivero. (No sé de dónde les surge esta atracción por la escultura a los hijos de médicos sorianos, pues también Eduardo Mazariegos lo es, pensé para mí). Conversamos sobre su vocación artística y nos dijo que tenía su taller de trabajo en el pueblo de Almarza. Estaba entonces impartiendo clases de plástica por algún centro educativo de nuestra extensa región castellana y leonesa. Y me entregó un folleto de una exposición anterior en la Villa de Vallecas de Madrid, con las imágenes de aquellas cabezas. Gracias a ello, ahora yo había logrado identificarlas por resultarme familiares.
El arte de la escultura tiene mucho de descubrimiento, cavilé. Es una operación similar a cuando, con nuestras propias manos, despojamos de todos los materiales adheridos a esa figura que se quedó enterrada. A la que, una vez bien limpia y pulida, acariciamos como a un recién nacido. De aquí que Juan Rivero nos diga: “Mis manos son mis ojos”, puesto que con ellas ve en tres dimensiones sus relieves totales. No es tan fácil hacerlo como decirlo, ya que Rivero -que también talla sus formas en madera- siente predilección por el mármol, sea éste de Calatorao, Carrara o Espejón. Aquí el desbroce directo del bloque es mucho más arriesgado y, por ende, el resultado de la excarcelación de quien allí reside deviene mucho más gratificante. Bello primitivismo africano en sus cabezas raras. Sensualidad al tacto en la piel de sus voluptuosos torsos desnudos de mujer.
José María Martínez Laseca
(7 de junio de 2012)
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