jueves, 30 de julio de 2020

De la Covid y los mayores


 Estamos en plena canícula de verano y, en verdad, se nota por lo mucho que calienta el astro-rey. A veces, deviene en bochorno. Y puede acalorar nuestras seseras provocándonos extraños espejismos como el del Plan Soria. No lo son, para nada, los terribles datos ofrecidos por la Encuesta de Población Activa (EPA) del segundo trimestre. A causa de la pandemia, tras el estado de alarma y confinamiento. Diciéndonos que se han perdido más de un millón de empleos. Lo que hubiera sido aún peor de no haberse aplicado los Expedientes de Regulación Temporal de Empleo (ERTEs), que afectan a uno de cada cinco trabajadores. Golpeando principalmente al turismo y, en consecuencia, a las familias, dejando a sus miembros en paro y sin ningún tipo de ingreso.
Como tampoco lo son los temidos brotes del coronavirus, que con gran brutalidad afectaron en su pico máximo de incidencia a nuestros mayores, el grupo humano más vulnerable. Muchos de ellos internados en residencias, tanto públicas como privadas. Actividad esta del cuidado en la que han encontrado un lucrativo yacimiento de negocio algunos conocidos empresarios. Como antes sucedió con la sanidad y con la educación. Ahora dicen que la Covid-19 está afectando más a los jóvenes. Quizás porque estos tienen una menor conciencia del riesgo que corren y nuestros mayores se protegen más. Ahora las mascarillas (¡quién te ha visto y quién te ve!) se han convertido en el complemento de moda, obligatorio, para este verano-otoño, etc.  Brotes de contagios seguirá habiéndolos y una de las claves para cortar las cadenas de transmisión está en los denominados rastreadores, que dan en ponerle cerco nada más detectar su presencia.
En base a lo antedicho, nuestros mayores estuvieron muy presentes en el reciente homenaje cívico tributado a las 3.793 víctimas causadas por la Covid en nuestra comunidad de Castilla y León. No son simples números, ya que cada uno tiene su historia y su familia, dijo Eduardo Estévez que hizo uso de la palabra por haber fallecido sus padres a causa del maldito virus. Incidiendo, así mismo, en que hemos perdido una generación valiosa, de la que debemos recordar su aportación.  Los últimos testigos, como los denomina Arturo Pérez-Reverte en un reciente artículo así titulado, en el que saca a colación a su nonagenaria madre. Abundando en la imperiosa necesidad de gestionar sus valiosos recuerdos. Para que permanezcan y no se pierdan esos mundos que nosotros no llegamos a conocer, pero de los que ellos son testigos directos. Porque todo eso es, también, nuestro patrimonio y nuestra memoria y el no hacerlo supone, sin duda, dejar morir lo que nos explica, lo que nos narra.
Y uno, en tanto que hijo igualmente de madre nonagenaria, dependiente y de frágil memoria, se muestra especialmente sensible a tan fundamentadas reflexiones. Máxime, cuando en su condición de abuelo de dos nietos, un niño de 3 años y una niña de cinco meses, conoce lo beneficioso que resultan esas relaciones intergeneracionales, tanto para los propios mayores como para los jóvenes.
            Nuestra medio-paisana Irene Vallejo señala como los ancianos, dentro de nuestra cultura occidental, quedaron marcados por la épica de la caída de Troya. En tal sentido, tras el saqueo e incendio de la legendaria ciudad por los griegos, como nos refiere Homero en La Iliada, el derrotado héroe Eneas logrará escapar. Mas, en su precipitada  huída no cargará consigo ninguna cosa de valor material. Por el contrario, aupó sobre sus hombros a su anciano padre Anquises y tomó de la mano a su hijo Ascanio. Con ellos dos emprendió un largo peregrinaje, lleno de riesgos y aventuras, hasta desembarcar, finalmente, en el Lacio (Italia), como nos narra Virgilio en La Eneida. Se le considera el progenitor del pueblo romano, al que estamos enraizados.
            No deberíamos olvidar, pues, nunca, como nos advierte Irene Vallejo, “que los primeros pasos de nuestra civilización fueron los de un hombre a punto de derrumbarse, con un anciano a las espaldas y un niño de la mano”. Una bella metáfora, sin duda, que enlaza el pasado que representa la ancianidad con el futuro que simboliza la niñez. Las dos etapas que mojonan el principio y el final de nuestras vidas.
José María Martínez Laseca
(29 de julio de 2020)

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