Siempre que
he descendido desde nuestro altiplano numantino hasta Sevilla, he aprovechado
la ocasión que se me brindaba para visitar esos lugares, para mí sagrados, de
esa ciudad de la Giralda y la Torre del oro, que baña el río Guadalquivir. Y me
refiero, en concreto, a los que tienen mucho que ver emocionalmente con
nuestros tan admirados poetas compartidos. Así, una vez acudí, presto, al
Palacio de las Dueñas, donde nació Antonio Machado, como conmemora la placa
adosada a su fachada que señala: “En una habitación de este Palacio nació, el
26 de julio de 1875, el poeta Antonio
Machado. Aquí conoció la luz, el huerto claro, la fuente y el limonero.
Ayuntamiento de Sevilla 1985.”
Otra vez, me adentré, también, cómo no iba a hacerlo,
por el Parque de María Luisa para contemplar la glorieta con el monumento
levantado para rendir tributo y recuerdo a la memoria del poeta insigne Gustavo
Adolfo Bécquer. De hecho, guardo como oro en paño una fotografía en color donde
yo me encuentro sentado con los brazos apoyados en mis rodillas, mirando de
frente a la cámara, en la segunda de las escalinatas que lo circundan. En
verdad que me agradó su singular belleza y la armónica composición del
conjunto. Y me sorprendió mucho conocer más tarde que no fue nada fácil alzarlo, requiriéndose un largo
proceso, puesto que hubo de esperarse hasta 1911, cuarenta y un años después de
su fallecimiento.
Sabido es que tras
morir G. A. Bécquer, el 22 de diciembre de 1870, un grupo de sus amigos
más cercanos se encargó de publicar sus Obras, con sus famosas Rimas, que
salieron a la luz un año después. A partir de ahí se comenzó a forjar su imagen
de poeta con sensibilidad malherida, que pese a su talento no obtuvo el
reconocimiento de la gente y cayó en el infortunio. Se dice que esa distorsión
de la realidad fue promovida por sus admiradores de Sevilla que buscaban el
reconocimiento póstumo de su paisano. Pero otros, frente a ellos, entendían que
no se trataba “más que de un poetilla y además heterodoxo”. El caso es que esas
posturas de amor y de rechazo contribuyeron a glorificarlo, vinculándolo más a
la leyenda que a la verdad. Lo analiza la profesora Marta Palenque en su libro:
“La construcción del mito Bécquer. El poeta en su ciudad, Sevilla, 1871-1936”,
Ayuntamiento de Sevilla, 2014.
Asimismo,
me enteré de que hubo, previamente, varios intentos de afirmación estatuario,
como el de Antonio Susillo, que resultaron fallidos, y que en base al impulso
dado por los hermanos Joaquín y Serafín Álvarez Quintero en 1909, mediante la
cesión de derechos de autor de su obra “La rima eterna”, pudo por fin
concluirse el monumento que venimos mencionando en honor del poeta romántico.
Diseñado por Lorenzo Coullaut, fue inaugurado en 1912. Su planta es circular y
en su centro se encuentra un gran ciprés de los pantanos. Sobre una pilastra
clásica se asienta la escultura de medio cuerpo del poeta Gustavo Adolfo
Bécquer envuelto por una capa española. A su lado, tres figuras de mujeres
sedentes a tamaño natural, en clara alegoría del amor que llega, el amor que
vive y el amor que muere. Todo ello está tallado en mármol blanco. Aún se
añaden dos figuras en bronce de amor alado, una preparando la flecha para
lanzarla y otra caída y agonizante. Es uno de los monumentos más hermosos que
tiene Sevilla y que se ha convertido en lugar de peregrinación para los enamorados
y los amantes de la literatura.
Gustavo
Adolfo Bécquer (Sevilla 1836- Madrid, 1870), en tanto que origen y estética de
la modernidad, es uno de nuestros escritores más leídos, después de Cervantes.
A la mitificación de su persona ha contribuido, sin duda, su muerte prematura,
con tan solo 34 años. Pero, posiblemente, con toda una serie de tópicos e
incluso de falsedades añadidas que nos dificultan poder llegar al Bécquer
auténtico. El que, gracias a su inestimable legado creativo, ha resultado victorioso
frente al polvoriento olvido y el poder destructivo del paso del tiempo.
José María Martínez Laseca
(6 de agosto de 2020)
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