No se trata de empezar faltando. Pero, lo que aquí vengo a tratar es algo que pasa todos los días, por desgracia, dada nuestra condición humana, capaz de lo mejor y, también, de lo peor. Lo leemos en los periódicos, lo escuchamos en las emisoras de radio y lo vemos y oímos, con sus rostros parlantes y sus correspondientes acompañamientos gestuales cuando aparecen en los diferentes canales de televisión, dado su carácter audiovisual. De ellos, por añadidura, se hacen eco las denominadas redes sociales que transmiten la difusión de sus bulos con un crecimiento exponencial o multiplicador, dada nuestra dependencia de las pantallas.
Por supuesto, que me estoy refiriendo a los locuaces ofensores que, en vez de opinar o conversar civilizadamente, con educación y urbanidad, para que fruto de ese intercambio de pareceres surja la luz, se dedican a insultar, como quien escupe, mintiendo con mucha soltura y descaro, a sabiendas de que lo hacen, y, pese a que resultan chirriantes en sus falsos argumentos o falacias, siempre, consiguen engatusar a algunos incautos, así como a cuantos están encantados de oír aquello que realmente quieren escuchar. Tenemos una gran capacidad de apasionarnos y de ahí que ellos se dirijan directamente a las vísceras en lugar de a la inteligencia, a la razón, que los repelería. Son un ejemplo constante de mala seducción. El filósofo Manuel Cruz acierta en identificarlos, de “profesión: sus insultos”. Por mucho que se disfracen con piel de cordero.
Es preciso que nos lo tomemos en serio y que los denunciemos públicamente, poniendo al descubierto a quienes de modo tan irresponsable actúan. No pretendamos que las cosas cambien si nosotros continuamos haciendo lo mismo. Es cierto que existe mucha hipocresía al respecto, ya que el insultador suele ser una figura muy jaleada en nuestro país, siempre y cuando tenga como diana de sus invectivas a los demás y a mí no me afecte lo más mínimo. En realidad, no deja de llamar la atención que en esta cuestión se haya puesto tanto el acento en el quién, en vez de en el qué, único asunto que debería preocuparnos. Hasta los científicos concluyen que debemos cuidar lo que decimos. El lenguaje positivo tiene recompensa y nos hace alcanzar metas y hasta vivir más años. No obstante, en esto del insulto la competencia es grande.
No se interprete cuanto digo en el sentido de que soy contrario al libre ejercicio de la crítica. Siempre he pensado que todo aquel que juzga, opina o critica, puede ser a su vez criticado. Ya sea este político, juez, periodista o cualquier hijo de vecino. Pero siempre atendiendo a argumentos y razones y no a insultos y descalificaciones injuriosas, o con argumentos “ad hominen”. Yo soy muy partidario de la crítica constructiva, partiendo del pensamiento crítico al que le concedo una gran importancia. Hasta el punto de que para mí debiera ser uno de los pilares esenciales de toda educación ciudadana que se precie de serlo. Enseñándonos a saber discernir con criterios de verdad mediante los cuales podamos distinguir lo verdadero de lo falso, el trigo de la cizaña, y estar seguros del valor de un enunciado. Un pensador crítico debe reconocer y evitar los prejuicios cognitivos, identificar y caracterizar argumentos, evaluar las fuentes de información, y evaluar los argumentos.
En definitiva, naturalizar el insulto, frente al pensamiento crítico, supone el paso previo a legitimar la violencia entre iguales.
José María Martínez Laseca
(13 de agosto de 2020)
No hay comentarios :
Publicar un comentario