Escribo esta columna en Almajano, mi
pueblo natal. Pueblo de pan y de paz. Lo primero por su cultura
agrícola-ganadera de siempre, desde su asentamiento definitivo de gentes, siguiendo los criterios de
sedentarismo del neolítico. De cría de ovejas de lana y leche, cerdos para la
matanza familiar y ganado vacuno de tracción y del cultivo de cereales como la
avena, la cebada y el trigo. Todo ello para poder sobrevivir a la dureza del
medio. Con su actual panadería, cuyo pan, bien horneado, es apreciado en toda
la comarca y en Soria capital. Y lo segundo, de paz, porque fue aquí, en el
real de Almajano o del Azacán, donde –según refieren las crónicas de la época–
se acordó que se firmase la tregua, entre el rey Juan II de Castilla, por una
parte y los de Aragón (Alfonso V, el magnánimo) y la reina Doña Blanca de
Navarra. Se juraría y ratificaría desde el 16 de julio al 22 del mismo mes del
año 1430. Es lo que se conoce como “la tregua de Almajano o “de los tres reinos”.
Ni que decir tiene que Almajano se ubicaba en un punto estratégico de encrucijada.
Y
esta cavilación vino a mi mente ipso facto al conocer la noticia de que los
tres presidentes de las Comunidades de Castilla y León, Alfonso
Fernández-Mañueco; de Aragón, Javier Lambán y de Castilla-La Mancha, Emiliano
García-Page, se habían reunido en la colindante ciudad de Soria para firmar un
acuerdo conjunto. La asociación estaba clara. En el caso de la tregua de
Almajano, el interés común de los tres reinos se basaba en la suspensión de
hostilidades entre los reyes concertantes para concentrarse, sobre todo los
castellanos, en la culminación de la Reconquista. Y en esta reciente ocasión
con el fin de reclamar a la Unión Europea fondos finalistas para las tres provincias
de Soria, Teruel y Cuenca, que son las más representativas en el panorama
nacional de lo que se ha dado en denominar la España vacía. E incluso, que se
les aplicaran esas políticas de beneficios fiscales y de cotizaciones propias
de las zonas con más baja densidad de población del norte de Europa. O sea, una
suerte de privilegios, tratando de manera desigual a los desiguales, para
atraer inversión y actividad a estas provincias, contribuyendo a su reactivación
económica y mayor desarrollo, fijando la población en sus territorios. Muy
similar a aquellas Cartas pueblas que otorgaban los reyes medievales con el fin
de conseguir la repoblación de ciertas zonas de interés económico o estratégico
durante la Reconquista.
Ni
que decir tiene que el acuerdo alcanzado entre las tres Comunidades Autónomas,
recibió el beneplácito de las instituciones
y agentes sociales de nuestra provincia y de las otras. Acaso, porque este
hecho singular que parecía tan sencillo
de conseguir, se había ido demorado demasiado en el tiempo. Y por aquello de
que lo que bien empieza (con consenso) puede acabar bien, alcanzando los
objetivos deseados.
Estamos
hablando de provincias tradicionalmente vinculadas a la agricultura y a la
ganadería. Que sufrieron la terrible sangría de la emigración de sus gentes del
campo a las grandes ciudades, a partir de los años 60 del pasado siglo XX. Con desplazamientos, también, a sus propias capitales.
Como se hace evidente en el caso de Soria capital que ha ido succionando a la
gente de los pueblos, demandantes de mejores servicios.
El
problema del medio rural es que nadie ha apostado por él. Como alguien denunció
una vez: los pueblos se están muriendo porque queremos que se mueran, si se
gastase en ellos la centésima parte de lo que se gasta en las ciudades, los resultados
serían inmediatos.
Parece
conveniente, cuando se apuesta por un futuro mejor centrado en lo ecológico-medioambiental
y en lo tecnológico-virtual, mirar con más imaginación hacia nuestros pueblos.
Y es lástima, por aquello del teletrabajo,
que nuestra provincia continúe con 162 de sus 183 municipios sin tener
banda ancha.
Porque
el corazón de la ciudad de Soria seguirá latiendo también en la medida en que
la sangre de la vida siga circulando por las venas de nuestros pueblos.
José María Martínez Laseca
(11 de julio de 2020)
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