Erase una vez un médico vocacional en tiempos de infecciones mortales (la primera mitad del siglo XIX) por unos hospitales carentes de medios. Se llamaba Ignaz Philipp Semmelweis. Y se le podía aplicar lo de que, por encima del esfuerzo, de la tenacidad y del talento, es el azar el mayor responsable del éxito y del reconocimiento. “Vale más una cuchara de suerte que un barril de sabiduría”, afirma un proverbio chino. Pese a que le apodaron: “Salvador de madres”, no fue un tipo con suerte. Veamos el porqué.
De origen alemán, Semmelweis nació en Buda, hoy Budapest, (Hungría) el 1 de julio de 1818. Si a cada uno de nosotros nos domina una pasión, a él, concretamente, le entusiasmaba el ejercicio de la profesión médica, teniendo, además, muy en cuenta su función social. Así, mientras trabajaba en un hospicio al que acudían muchas mujeres indigentes, se dio cuenta de que allí la mortalidad tras los partos ascendía hasta el 30%, en tanto que fuera estaba en la mitad. Algo no le cuadraba. Y se percató de que muchos médicos y también estudiantes de medicina, que iban a hacer autopsias o a examinar a las parturientas, pasaban de una cosa a la otra sin solución de continuidad. Aquí sucede algo, pensó. Entonces no se sabía que existían los patógenos.
Fue de este modo como, tras minuciosa observación, descubrió que la incidencia de la sepsis puerperal o fiebre puerperal (conocida como «fiebre del parto») podía ser reducida drásticamente aplicando la desinfección de las manos. Su método redujo el porcentaje de mortalidad de las madres en un 20%. Y a pesar de tal logro, lo despidieron. Al parecer, algunos médicos se sintieron ultrajados por la sugerencia de que ellos eran responsables de la muerte de las embarazadas por no lavarse adecuadamente las manos antes de atenderlas.
Como consecuencia de tal desprecio, su historia tuvo un triste final. Pues a partir de aquello, llevó muy mala vida. Enfermó y pasó sus últimos días ingresado en un sanatorio psiquiátrico. Incomprendido, murió en Oberdöbling, actual Viena, el 13 de agosto de 1865. Hubo que esperar a que Louis Pasteur (1822-1895) y Robert Koch (1843-1910) demostraran con imágenes, argumentos y datos que tenía razón.
Por eso, en estos días inciertos del coronavirus –que nos obliga a estar confinados en nuestras casas–, cuando tanto se insiste en que nos lavemos bien las manos con agua y con jabón para no ser nosotros un foco de contagio, me he acordado de él. Y de su meritoria aportación, pensando en los demás.
José María Martínez Laseca
(28 de marzo de 2020)
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