Según el Diccionario de la RAE, oratoria es “el arte de hablar con elocuencia”. Y vemos que se concreta en diferentes formas, como el discurso, la disertación, el debate, la conferencia, el sermón, etc. Tiene por objetivo persuadir o conmover a la audiencia y, por ello, se diferencia claramente de la didáctica, que pretende enseñar y transmitir conocimientos y de la poética, que busca deleitar por medio de la estética. A la hora de ponerse ante un auditorio hay que cuidar múltiples aspectos, como el tono de voz, el lenguaje no verbal, hacer uso de ejemplos y formular preguntas para captar su atención y mantenerlo alerta en todo momento. Por supuesto que siempre hay que preparar a fondo el tema que se va a tratar, establecer cuáles son las ideas importantes que se quieren resaltar y ensayar mucho. Porque hay que sobreponerse a dos terribles enemigos: los nervios y el pánico escénico. Lástima que en nuestro sistema educativo, con marcado predominio de la expresión escrita, no se le dedique su debido tiempo a la práctica de la oratoria. Algo que ya hicieron los griegos, que la elevaron como instrumento de prestigio y de poder. Después los romanos la perfeccionaron. En consecuencia, nuestros clásicos entendían que es del contraste de pareceres de donde brota la luz de la verdad.
Así debiera ocurrir en el ámbito de la política, dentro del juego parlamentario. Pongamos que hablo del Congreso de los Diputados de España, el que tendría que ser un espejo donde mirarnos por su revalorización de la palabra. Sin embargo, estamos viendo como, cada miércoles, la sesión de control al Gobierno, por parte de la oposición, parece haberse convertido en un mal club de la comedia. Con acritud, donde algunos tratan de ser ingeniosos compitiendo en decir el mayor disparate, en su desesperado intento de conseguir un titular en los medios de comunicación o un meme en las redes sociales. Con expresiones radicales y simplistas. Lo pudimos comprobar en la interpelación de Gabriel Rufián al ministro Josep Borrell y que acabó con la expulsión del primero. Y es que cuando los exabruptos y los excesos verbales reemplazan a los argumentos en el debate o la conversación democrática se está perdiendo lo más elemental que es el respeto a las personas. Mas, no me vale nunca la cobarde generalización del “todos son iguales”. Puesto que el sabio distingue y confunde el vulgar.
José María Martínez Laseca
(29 de noviembre de 2018)
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