domingo, 20 de marzo de 2016

De turismo rural

En la mañana del pasado sábado, tan radiante, que parecía engañar con su luz al escarchado frío, tres amigos partimos en coche desde Soria y nos desplazamos hacia Almazán por la A-15, tomando después la carretera de Barahona, pasando cerca de Atienza, hacia la zona norte de Guadalajara. En su tramo final, el camino se torna endiablado con mareantes curvas. Por ello, llegamos tarde a la cita con quien se acercó desde la capital alcarreña. El punto de encuentro es Valverde de los Arroyos. Un pueblo que agrupa un puñado de casas, con pocos habitantes. Descuella la torre de su iglesia, como reclamo del amparo divino al haber sido la dedicación tradicional de sus gentes la agricultura y la ganadería, en una economía de autosuficiencia tan pendiente del favor de los cielos. Ahora, se ha adaptado al ritmo de estos tiempos, apostando por el turismo. Lo avalan sus establecimientos de negocio hostelero (casas rurales y restaurantes).
Y es que Valverde de los Arroyos es un lugar con encanto. De los pueblos más bonitos de la conocida arquitectura negra, caracterizados por las tonalidades oscuras de la roca predominante en toda la Sierra de Ayllón. Con lajas de pizarra  por tejas. En las estribaciones circundantes, enjalbegadas de nieve, destaca la mole del Ocejón. Una leyenda antigua dice que es el mediano de tres hermanos, junto al Moncayo, el mayor, y el Pico del Rey, el más pequeño, que fueron petrificados por su padre brujo, harto de sus envidias y codicias. Toda esta montaña, en la que el pino desaloja al roble, ejerce un hechizo especial sobre los urbanitas. Mis amigos trepan al monte contiguo que ofrece unas impresionantes vistas desde su cima. Yo deserto y me allego a “las chorreras de Despeñalagua”, una impresionante cascada de más de 100 m. de altura. Corre el agua abundante por regueros que nutren al Sorbe, afluente del Henares, en la parte oriental y al Jarama los del otro lado.
Acabo el primero y callejeo. El interesante museo etnográfico está cerrado. Junto a la fuente, un monolito homenajea a sus danzantes con botarga en la fiesta de la Octava del Corpus. Reencontrados los cuatro, vamos a comer “un dios nos guarde” asado, regado con buen vino. Y se estira la conversación. Bien de noche, con la luna creciente alta en el cielo, los tres amigos regresamos a Soria.
José María Martínez Laseca
(17 de marzo de 2016)
         

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