Sabido es que cada ciudad tiene
tanto su pequeño infierno como su pequeño cielo. En el caso de Soria su
infierno es consecuencia de su poquedad, que hace que crezcan, más que en otras
partes, la envidia y las malas lenguas, acaso por el abundante componente
funcionarial; e incluso la arrogante jactancia de los miembros de la clase
política provinciana. Su cielo radica en todo lo contrario, en el trato
personal directo, amable y tan gratificante que se practica. Esta Soria, en la
que vivo tranquilo, no es mi ciudad de infancia, puesto que mi niñez la viví en
el cercano pueblo de Almajano (“un pueblo con alma”), donde nací. Y allí están
muchos de mis recuerdos más bellos y de allí son algunos de mis mejores amigos.
Sin embargo, por llevar ya tanto tiempo aquí, donde he enraizado formando
familia, tengo a esta ciudad como mía. Percibo sus viejos olores y añoro
algunos de sus rincones desaparecidos como mutilaciones en mis carnes. Observar
su metamorfosis me produce un sabor agridulce. Las cosas deben ir cambiando con
el tiempo sí, pero cuando uno echa un vistazo más de cerca presiente que esa
renovación ha podido venir causada por la reciente euforia del ladrillo y del
hormigón, sin tino ni control, como si hubieran puesto a esta mi ciudad en
venta. Pero, a pesar de todos los pesares: de su destrozado casco histórico, de
su tacañería en jardines, que constatan con su naturaleza artificial la pasión
humana por lo inútil y lo estético (como tratando de recuperar el perdido Edén),
yo he de decir bien alto que amo a esta ciudad que puedo recorrer aún a paso de
peatón. Que tengo una extraña fijación por ella.
Digo esto en un momento en que se
quieren cambiar los modos de administrar los intereses de los votantes. Para
que no se alargue más la mano que la manga. En el escenario político de la
ciudad de Soria irrumpirán lenguaraces que nos ofertarán sus medicinas milagro:
bajadas de tasas e impuestos, asentamiento de nuevas empresas, etc. Fácil de
decir pero difícil de cumplir. Es necesario, pues, un pacto entre territorio y ciudadanos, sin que estos
pierdan la condición de tales; puesto que lo que no salga de cada uno de
nosotros no suele conducir a casi nada. Vale.
José María Martínez Laseca
(26 de marzo de 2015)
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