De siempre, el cerdo desempeñó un papel trascendental como alimento. Sin embargo, guarda su propio enigma, ya que muchos se niegan a comerlo, así como nosotros rechazamos, entre otras, la carne de perro. El cerdo, en tanto que animal omnívoro, actúa como auténtica planta de reciclaje al ser capaz de transformar granos y tubérculos en proteínas de alta calidad. Pese a ello, la Biblia y el Corán lo condenan por animal impuro, y millones de judíos y cientos de millones de musulmanes abominan de él. Aún siendo limpio, lo tildan de sucio y transmisor de enfermedades a los hombres (triquinosis). Lo que, paradójicamente, no tienen en cuenta con cabras y ovejas (brucelosis). James Frazer, autor de “La rama dorada”, achaca el tabú a que originalmente era un ser divino, aunque la teoría de Marvin Harris, más acertada, remite a que su cría constituía una amenaza a la integridad de los ecosistemas naturales y culturales del Oriente Medio.
De mi admiración por él, surgieron estos versos: Cerdo, marrano, puerco y aún cochino / son, entre otros, los apelativos / del ser humano desagradecido / a ti animal entrañable y tranquilo. / A ti, que eres, cual dios desconocido, / consagrado en ritual de sacrificio. / Enciclopédico en lo gastronómico: / jamón, morcilla, torrezno, chorizo…/ Nada en tu cuerpo encuentra desperdicio. / Permite que en tu honor lance mi grito: / ¡Viva quien te parió, bendito te hizo, / pues dice el comensal que estás de vicio!
Regresando a mi infancia, yo recuerdo a los cerdos dentro de la casa de mis padres labradores, engordados con mimo para después, con la llegada de los fríos invernales, ser protagonistas de la tradicional matanza. El ritual de sacrificio de los cerdos constituía una fiesta familiar, ya que nos convocaba a todos a su alrededor. Mediante su descuartizamiento y elaboración artesanal se obtenían los ingredientes fundamentales de la dieta alimentaria. Era, sin duda alguna, la despensa de la casa, dentro de aquella economía rural de autosuficiencia y de carencias. Curiosamente, su figura conformaba las huchas donde guardábamos nuestro tesoro. Símbolo de las Cajas de Ahorro que parecían sólidas y quebraron también, cual frágil barro.
De mi admiración por él, surgieron estos versos: Cerdo, marrano, puerco y aún cochino / son, entre otros, los apelativos / del ser humano desagradecido / a ti animal entrañable y tranquilo. / A ti, que eres, cual dios desconocido, / consagrado en ritual de sacrificio. / Enciclopédico en lo gastronómico: / jamón, morcilla, torrezno, chorizo…/ Nada en tu cuerpo encuentra desperdicio. / Permite que en tu honor lance mi grito: / ¡Viva quien te parió, bendito te hizo, / pues dice el comensal que estás de vicio!
Regresando a mi infancia, yo recuerdo a los cerdos dentro de la casa de mis padres labradores, engordados con mimo para después, con la llegada de los fríos invernales, ser protagonistas de la tradicional matanza. El ritual de sacrificio de los cerdos constituía una fiesta familiar, ya que nos convocaba a todos a su alrededor. Mediante su descuartizamiento y elaboración artesanal se obtenían los ingredientes fundamentales de la dieta alimentaria. Era, sin duda alguna, la despensa de la casa, dentro de aquella economía rural de autosuficiencia y de carencias. Curiosamente, su figura conformaba las huchas donde guardábamos nuestro tesoro. Símbolo de las Cajas de Ahorro que parecían sólidas y quebraron también, cual frágil barro.
José María Martínez Laseca
(22 de enero de 2015)
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