martes, 28 de octubre de 2014

Sobre la leyenda de “El monte de las ánimas”

Las dos grandes fiestas célticas eran las del 1º de mayo y el 1º de noviembre. Curiosamente, ninguna de las dos concuerda con los cuatro goznes sobre los que gira el calendario solar, los dos equinoccios y los dos solsticios. El 1 de mayo es precursor del amable calor y de la vegetación espléndida del verano, mientras que el 1º de noviembre anuncia el frío y esterilidad del invierno. Al 1 de noviembre, cristianizado como día de Todos los Santos, ahora se le llama Hallowe´en (del antiguo All-hallow Even o Víspera de Todo lo Sagrado). Esta fiesta se desdoblaría en el siglo XI, al crearse por la orden monástica de Cluny el día de los Fieles Difuntos (2 de noviembre) o Día de las Ánimas, para rogar por todos los muertos. A este periodo de paso era el Año Nuevo y en Irlanda se llamaba Samuin e iba precedido por la noche de las calendas de invierno, durante la cual los difuntos entraban en comunicación con los vivos en una confusión cósmica general. Se trata, pues, de un tiempo de excepción.
No es de extrañar, por ello, que el visionario poeta romántico Gustavo Adolfo Bécquer (1836-1870) tuviera presente lo antedicho para escribir su celebrada leyenda “El monte de las ánimas”, publicada en “El Contemporáneo” el 7 de noviembre de 1861. Se la cuenta un narrador en primera persona que, durante la noche de difuntos se despierta por el tañido de las campanas y recuerda una tradición escuchada en Soria, por lo que él decide redactarla.
La leyenda arranca con la conversación que Alonso de Alcudiel mantiene con su bella prima Beatriz, mientras regresan de una partida de caza. Alonso le relata la leyenda del monte que atraviesan. Allí, la noche de Todos los Santos, se oye la campana de la derruida capilla y los esqueletos de los muertos se levantan de sus tumbas. Trae causa de una sangrienta batalla que, en una noche como esa, enfrentó a los caballeros templarios con los nobles castellanos. En la ambientación de la historia “los ciervos braman espantados, los lobos aúllan, las culebras dan horrorosos silbidos”. No obstante, Beatriz, que se ha criado en Francia, encuentra tanta fantasmagoría un poco infantil, propia de gentes que viven en tierra tan atrasada.
Esa noche conversan ante el fuego de la chimenea. Alonso le ofrece a su prima un joyel de la familia para que lo recuerde, porque teme que pronto volverán a separarse. No obstante, ella, con frialdad e indiferencia, se lo rehúsa en principio, pero acaba aceptándoselo. Él, a cambio, le pide a Beatriz una prenda y la mirada de Beatriz “brilló como un relámpago, iluminada por un pensamiento diabólico”. Caprichosa y egoísta, ella le dice a Alonso que le daría en prenda una banda azul que llevaba en la cacería, pero que la ha perdido en el monte. El valeroso Alonso duda un instante, “me llaman el rey de de los cazadores”, dice, pero confiesa que tiene miedo de salir al monte en esa noche. Su prima no responde, aunque “una sonrisa imperceptible se dibujó en el rostro de Beatriz”. Afirmará comprender que su primo no se adentre en la oscuridad de la noche, si bien Alonso se da cuenta de que quiere ponerle a prueba, por lo que decide salir a buscar la banda. Con ello “Beatriz exhibe “una radiante expresión de orgullo satisfecho”.
Las horas pasan y Alonso no regresa. Suenan las doce campanadas, “lentas y tristísimas”. Ahora “el aire azota los vidrios del balcón; el agua de la fuente lejana caía…” Beatriz empieza a sentir miedo, cree oír pasos, siente una presencia. Pasa una noche de insomnio y de terrores. Cuando llega la aurora, piensa que la luz disipará sus temores, pero justo entonces encuentra, ensangrentada y hecha jirones, su banda azul, depositada en el reclinatorio. Allí mismo la encuentran los criados, con los miembros rígidos y una palidez cadavérica en su rostro, “muerta, muerta de horror”. Desde entonces se dice que en la noche de Difuntos se ve levantarse a los esqueletos de los caballeros templarios y castellanos para perseguir a una mujer hermosa y pálida alrededor de la tumba de Alonso.
La semejanza con el mito originado en la “Metamorfosis” de Ovidio, donde la ninfa queda petrificada, tras observar el entierro de Iphis, es manifiesta. Constata así el tópico literario de “la amada ingrata”, bien visible en las tablas de Botticelli (tres del total de cuatro están en el Museo del Prado) que ilustran la “Historia de Nastagio degli Onesti”, tomada del cuento de la quinta jornada del Decamerón de Boccaccio. Allí, un joven de Rávena, tras verse rechazado por la hija de Paolo Traversari, abandonó la ciudad instalándose a sus afueras. Así, en el primero de los paneles se nos muestra a Nastagio despidiéndose de sus amigos e internándose en un pinar, donde ve una mujer atacada por mastines y perseguida por un jinete, Guido degli Anastagi. Éste le refiere que también él amaba a una joven que no le correspondía y cuyo rechazo le llevó al suicidio. Su muerte no conmovió a la joven, quien al morir fue condenada al Infierno por su indiferencia. Allí se les castigó con esta persecución, que debía repetirse cada viernes durante tantos años como meses ella le había ignorado. Cada vez que Guido alcanzaba a la joven abría su costado y arrojaba a los perros su corazón.
Estamos, en consecuencia, ante uno de los temas básicos de la narrativa de Bécquer: el de la mujer que impulsa al hombre a una transgresión que será castigada con la muerte o la locura. La culpable, por falta de misericordia con las pretensiones de su enamorado, recibirá por ello un doble castigo: primero la muerte, provocada por el miedo, y después la persecución eterna.
José María Martínez Laseca
(27 de octubre de 2014)

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