martes, 21 de abril de 2020

Digo Gerardo Diego

Soria presume de ser ciudad de poetas y lo usa de reclamo. Por contar con tres grandes tenores cantores: G. A. Bécquer, A. Machado y G. Diego, que, en este orden, subieron a Soria a soñar con su lírica. Y les rinde tributo con cualquier escusa. Ahora se cumple el 150 aniversario de la muerte del primero y el centenario de la llegada del tercero. Bécquer inaugura la poesía moderna española, por lo que ninguno de sus sucesores se entiende sin la obra de quien les precedió. Y es que en el arte y en la literatura lo que no es tradición es plagio. Bécquer y Machado son sevillanos, y Diego santanderino. Los dos andaluces se casaron con jóvenes sorianas, no así el cántabro, del que se dice que tuvo una novia con los ojos verdes.
        Tiempo atrás hubo quienes utilizaron a Gerardo Diego como arma arrojadiza contra Antonio Machado, para minusvalorarlo. Craso error, cuando es el propio Diego quien reconoce a Machado por uno de sus maestros principales. Otra curiosidad es que a Antonio siempre se le retrata viejuno, pensativo, triste y cansado, como si nunca hubiera sido joven; mientras que la iconografía de Gerardo lo plasma tieso como una vara, carilargo, de rasgos acusados, inexpresivo y callado, pero siempre mozo. Ambos fueron catedráticos del entonces único Instituto de segunda enseñanza existente en Soria. Machado, de francés, durante cinco cursos (1907-1912) y Gerardo, de literatura, durante solo dos (1920-1922). Pero su presencia entre nosotros los marcaría para los restos. Y la querencia permanecería latente en su creativa producción poética. Dice Gaya Nuño en “El Santero de San Saturio” que Gerardo se enamoró de la ciudad y la cantó en poesía quizá no tan honda como la del maestro Machado, pero encantadora en lo musical, suelta, fácil y cariñosa, con nostalgias de Lope de Vega. 
        Gerardo Diego Cendoya (1896-1987) vino a Soria el 21 de abril de 1920, con solo 23 años, cuando la pandemia de la gripe española (muy similar a la actual del coronavirus) daba su último coletazo. Y permaneció entre nosotros hasta que cesó el 31 de mayo de 1922 para trasladarse al Instituto de Gijón. En Soria hizo amigos para siempre, como José Tudela, Bernabé Herrero, los hermanos del Riego, Mariano Granados, Blas Taracena, Gervasio Manrique y Mariano Iñiguez, entre otros. De su mano se adentró en la vida cultural del Casino y del Ateneo. A ellos dedicó los versos de su libro “Soría, Galería de estampas y efusiones” (1923), que fue, poco a poco, ensanchando hasta el definitivo “Soria sucedida” (1977). 
        Ya era un incipiente poeta Gerardo cuando llegó aquí. Ese mismo año publicó su poemario primerizo “Romancero de la Novia”. Continuó siendo ultraísta con “Imagen” (1922), creacionista con “Manual de espumas” (1924), más sólido con “Fábula de Equis y Zeda” (1932), religioso con “Ángeles de Compostela” (1940), perfeccionista con “Alondra de verdad” (1941) y “Cementerio civil” (1972), etc., etc. Siempre metódico y valiente, simultaneó la tradición y la vanguardia. Integrante de la flamante constelación llamada Generación del 27, la estrella de Gerardo Diego relumbra con luz propia en el firmamento poético. A lo largo de sus más de 90 años de vida, él nunca se olvidó de Soria. Y por eso, los sorianos, agradecidos, seguimos recordándolo y lo celebramos recitando sus versos: “ Esta Soria arbitraria mía, ¿quién la conoce? / ...” 
José María Martínez Laseca
(21 de abril de 2020) 

martes, 14 de abril de 2020

Porque el virus va en serio

“Que la vida iba en serio, uno lo empieza a comprender más tarde”, escribió Gil de Biedma. Y cito sus versos pensando en la invasión de la pandemia infecto-contagiosa del coronavirus o Covid-19. Creímos, ingenuamente, que era problema de otros, como los chinos, y no empezamos a entenderlo hasta que llegaron nuestros muertos. Con un brutal impacto en las residencias de ancianos. (Recuerdo que aquí en Soria presumimos entonces de no tener contagiados, frente al resto de España). Es evidente que nos pilló por sorpresa, mermados de recursos materiales y humanos en nuestros hospitales. Incapaces de responder con eficacia ante el colapso. Con el alza escalofriante de las cifras de infectados y fallecidos. Fue el 15 de marzo, cuando el Gobierno central asumió las competencias en toda España para garantizar nuestra salud. ¿Qué se hizo hasta entonces por las 17 autonomías, de diversa ideología política, que las gestionan?
      El Gobierno tomó decisiones, como el Decreto de la declaración del estado de alarma para la gestión de la situación de crisis sanitaria, de 14 de marzo. Con la obligación del confinamiento, luego prorrogado, y con el cierre de la producción no esencial. Medida, esta, únicamente adoptada en Italia. Y contó con el apoyo inicial de la oposición. Que no duró mucho, como se comprobó con el desencuentro en la sesión plenaria del Congreso de Diputados del pasado 9 de abril. Lógico es que haya discrepancias y que se reclame más participación. Pero, no se debería incurrir en irresponsabilidades partidistas ante trance tan excepcional. Casi igual que el líder de la oposición en Portugal, que mostró el respaldo a su Primer Ministro deseándole mucha suerte: “porque su suerte es nuestra suerte”. Que no solo afrontamos una crisis sanitaria, sino además económica y social. Y hay que alcanzar consensos como los llamados nuevos Pactos de la Moncloa, o la posible implantación de la renta mínima vital que proteja a los más vulnerables. 
      Ahora el Gobierno, procurando el interés general, ha decidido reanudar la actividad laboral en empresas no esenciales, aún corriendo el riesgo de un posible repunte. Bajo el criterio de prueba-error, porque se trata de una situación inédita y no hay nadie que lo sepa todo. No supone, pues, una desescalada, que requeriría más personas inmunes al virus, en tanto se da con la vacuna que se investiga contra reloj. A la espera, en estos tiempos tan oscuros, donde la Nada y la desesperanza nos acechan, deberemos, con Michael Ende, confiar en nuestra capacidad imaginativa para soñar otro mundo posible.
José María Martínez Laseca
(14 de abril de 2020)

martes, 7 de abril de 2020

Tiempo de cuarentena

Vivimos el tiempo difuso del coronavirus. Un tiempo raro y de excepción. De amenaza, de miedo y de punzante dolor. Tiempo psicológico que, por eso mismo, se nos hace eterno. San Agustín, que negaba pasado y futuro, consentía, no obstante, en decir que existía un pasado en el sentido de que hay un presente de cosas pasadas, o sea, la memoria. Así mismo, entendía permisible decir que hay un presente de cosas presentes, al que llama “visión” y que existe un futuro, en el sentido de un presente de cosas futuras, esto es la expectativa.
          Sea como fuere, el pasado está ahí, cual fuente de sabiduría para sorber de ella alguna lección de vida. Así, espejo del actual coronavirus fue la mal llamada “Gripe española”, cuyo sorpresivo brote tuvo una extrema virulencia. Con tres fases sucesivas de marzo de 1918 hasta 1920. En todo el mundo murieron de 20 a 40 millones de personas. En España sucumbió el 1% de su población, de 200 a 300.000 personas. Y en Soria (donde comenzó en Cabrejas del Pinar, con gran incidencia en Deza y Langa de Duero) la cifra rondó el millar de muertos. Ante la falta de remedio curativo, los periódicos anunciaban productos milagro. Curioso que el policía Mariano Gutiérrez, padre de la poeta Concha G. de Marco, fue un héroe social, junto al practicante Isidoro Martínez, entre otros. Sin embargo, la medalla al mérito por combatir la pandemia se la dieron al entonces Gobernador García Plaza. ¿Habremos aprendido algo? 
          El presente del presente, o "visión", supone lo tangible. Son, todavía, los tremendos datos de fallecimientos. Y su consecuencia trágica de entierros clandestinos, sin el debido duelo, que precisará su reparación del olvido. Toda estadística emite un grito, pero también es una forma de silencio. Un presente, además, emborronado por la sobreexposición mediática de políticos oportunistas ante el infortunio. Con los muchos bulos difundidos en medios y redes sociales: también son delincuentes quienes a sabiendas mienten, porque roban la veracidad informativa. 
          Ante tan asfixiante angustia existencial, necesitamos abrir el presente del futuro o expectativa, que nos devuelva a la rutina de la convivencia ciudadana cotidiana. Y en tanto se consigue la vacuna salvífica capaz de erradicar al coronavirus habrá que mitigarlo. Aquí, democracia es pacto. A sabiendas de que su brutal impacto económico y social se prolongará en el tiempo. Yo creo con Slavoj Zizek que la actual crisis demuestra que la solidaridad y la cooperación responden al instinto de supervivencia de cada uno y que es la única respuesta racional y egoísta que existe. No solo para el coronavirus”.
José María Martínez Laseca
(7 de abril de 2020)

Carta a mi nieto Gonzalo

En este cuatro de abril / –día de tu cumpleaños–, / esperando que estés bien, / te escribo muy emocionado. // Y te remito mi carta, / con las alas de los pájaros, / para que llegue deprisa, / desde mi mesa a tus manos. // Todavía eres pequeño, / tan solo cumples tres años, / aunque tú ya te das cuenta / de que ocurre algo muy raro. // No vas a la guardería / con tus amigos del barrio, / ni a corretear por el parque, / quedando en casa encerrado. / (Duna, tu tata chiquita, / de nada se está enterando). // ¡Cuánto te echo de menos: / nuestros paseos diarios, / tus travesuras de niño / y tus ocurrentes diálogos! //
          Cuando hablamos por teléfono, / me dices que un bicho malo, / llamado coronavirus, / está haciendo mucho daño. / Porque es mortal, contagioso, / y se va multiplicando / por los países del mundo, / sin que puedan remediarlo. // Tu madre también se asusta / al ver los telediarios: / crecen la cifra de muertos / y la curva de infectados. // Dicen que los hospitales / se encuentran ya desbordados / por la afluencia de enfermos / y no pueden dar abasto, / porque les faltan recursos / de materiales y humanos. // Y, por eso, al dar las ocho, / al personal sanitario / y a cuantos gremios nos cuidan, / desde el balcón, asomados, / les dedicáis vuestro aplauso, / agradeciendo su esfuerzo / generoso y arriesgado. // Tu padre no va al trabajo. / Para cortar los contagios / se ha cerrado casi todo / y solo abre lo más básico. // Y esa destrucción de empleo, / que tiene un terrible impacto, / como suele ocurrir siempre, / afecta a los más precarios. // Me dicen que les preguntas / muchas veces por tus yayos. / Por saber que estamos bien, / que nada nos ha pasado. // Pues corren noticias trágicas, / de residencias de ancianos, / que angustian a sus familias / al no poder visitarlos. // 
          Yo espero que pronto acabe / cataclismo tan aciago. / Y que encuentren la vacuna / científicos aplicados. // Para abrir el tiempo nuevo, / hemos de ser solidarios / y así reducir al mínimo / los muchos perjudicados. // Entretanto, tú, resiste, / juega y ríete, Gonzalo: / ¡la vida no se detiene, / sigue su curso marcado! // Y aprende a diferenciar / a los buenos de los malos, // ya que estos para engañarnos / suelen ir bien disfrazados. // Besos de chuches: ¡te quiero! / ¡Y que cumplas muchos años!
José María Martínez Laseca
(4 de abril de 2020)

El salvavidas

Erase una vez un médico vocacional en tiempos de infecciones mortales (la primera mitad del siglo XIX) por unos hospitales carentes de medios. Se llamaba Ignaz Philipp Semmelweis. Y se le podía aplicar lo de que, por encima del esfuerzo, de la tenacidad y del talento, es el azar el mayor responsable del éxito y del reconocimiento. “Vale más una cuchara de suerte que un barril de sabiduría”, afirma un proverbio chino. Pese a que le apodaron: “Salvador de madres”, no fue un tipo con suerte. Veamos el porqué.
          De origen alemán, Semmelweis nació en Buda, hoy Budapest, (Hungría) el 1 de julio de 1818. Si a cada uno de nosotros nos domina una pasión, a él, concretamente, le entusiasmaba el ejercicio de la profesión médica, teniendo, además, muy en cuenta su función social. Así, mientras trabajaba en un hospicio al que acudían muchas mujeres indigentes, se dio cuenta de que allí la mortalidad tras los partos ascendía hasta el 30%, en tanto que fuera estaba en la mitad. Algo no le cuadraba. Y se percató de que muchos médicos y también estudiantes de medicina, que iban a hacer autopsias o a examinar a las parturientas, pasaban de una cosa a la otra sin solución de continuidad. Aquí sucede algo, pensó. Entonces no se sabía que existían los patógenos. 
          Fue de este modo como, tras minuciosa observación, descubrió que la incidencia de la sepsis puerperal o fiebre puerperal (conocida como «fiebre del parto») podía ser reducida drásticamente aplicando la desinfección de las manos. Su método redujo el porcentaje de mortalidad de las madres en un 20%. Y a pesar de tal logro, lo despidieron. Al parecer, algunos médicos se sintieron ultrajados por la sugerencia de que ellos eran responsables de la muerte de las embarazadas por no lavarse adecuadamente las manos antes de atenderlas. 
          Como consecuencia de tal desprecio, su historia tuvo un triste final. Pues a partir de aquello, llevó muy mala vida. Enfermó y pasó sus últimos días ingresado en un sanatorio psiquiátrico. Incomprendido, murió en Oberdöbling, actual Viena, el 13 de agosto de 1865. Hubo que esperar a que Louis Pasteur (1822-1895) y Robert Koch (1843-1910) demostraran con imágenes, argumentos y datos que tenía razón. 
           Por eso, en estos días inciertos del coronavirus –que nos obliga a estar confinados en nuestras casas–, cuando tanto se insiste en que nos lavemos bien las manos con agua y con jabón para no ser nosotros un foco de contagio, me he acordado de él. Y de su meritoria aportación, pensando en los demás.
José María Martínez Laseca
(28 de marzo de 2020)