Como tampoco lo son los temidos brotes del
coronavirus, que con gran brutalidad afectaron en su pico máximo de incidencia
a nuestros mayores, el grupo humano más vulnerable. Muchos de ellos internados
en residencias, tanto públicas como privadas. Actividad esta del cuidado en la
que han encontrado un lucrativo yacimiento de negocio algunos conocidos
empresarios. Como antes sucedió con la sanidad y con la educación. Ahora dicen
que la Covid-19 está afectando más a los jóvenes. Quizás porque estos tienen
una menor conciencia del riesgo que corren y nuestros mayores se protegen más.
Ahora las mascarillas (¡quién te ha visto y quién te ve!) se han convertido en
el complemento de moda, obligatorio, para este verano-otoño, etc. Brotes de contagios seguirá habiéndolos y una
de las claves para cortar las cadenas de transmisión está en los denominados
rastreadores, que dan en ponerle cerco nada más detectar su presencia.
En base a lo antedicho, nuestros mayores estuvieron
muy presentes en el reciente homenaje cívico tributado a las 3.793 víctimas
causadas por la Covid en nuestra comunidad de Castilla y León. No son simples
números, ya que cada uno tiene su historia y su familia, dijo Eduardo Estévez
que hizo uso de la palabra por haber fallecido sus padres a causa del maldito
virus. Incidiendo, así mismo, en que hemos perdido una generación valiosa, de
la que debemos recordar su aportación.
Los últimos testigos, como los denomina Arturo Pérez-Reverte en un
reciente artículo así titulado, en el que saca a colación a su nonagenaria
madre. Abundando en la imperiosa necesidad de gestionar sus valiosos recuerdos.
Para que permanezcan y no se pierdan esos mundos que nosotros no llegamos a
conocer, pero de los que ellos son testigos directos. Porque todo eso es,
también, nuestro patrimonio y nuestra memoria y el no hacerlo supone, sin duda,
dejar morir lo que nos explica, lo que nos narra.
Y uno, en tanto que hijo igualmente de madre
nonagenaria, dependiente y de frágil memoria, se muestra especialmente sensible
a tan fundamentadas reflexiones. Máxime, cuando en su condición de abuelo de
dos nietos, un niño de 3 años y una niña de cinco meses, conoce lo beneficioso
que resultan esas relaciones intergeneracionales, tanto para los propios
mayores como para los jóvenes.
Nuestra medio-paisana Irene Vallejo
señala como los ancianos, dentro de nuestra cultura occidental, quedaron
marcados por la épica de la caída de Troya. En tal sentido, tras el saqueo e
incendio de la legendaria ciudad por los griegos, como nos refiere Homero en La
Iliada, el derrotado héroe Eneas logrará escapar. Mas, en su precipitada huída no cargará consigo ninguna cosa de
valor material. Por el contrario, aupó sobre sus hombros a su anciano padre
Anquises y tomó de la mano a su hijo Ascanio. Con ellos dos emprendió un largo
peregrinaje, lleno de riesgos y aventuras, hasta desembarcar, finalmente, en el
Lacio (Italia), como nos narra Virgilio en La Eneida. Se le considera el
progenitor del pueblo romano, al que estamos enraizados.
No deberíamos olvidar, pues, nunca,
como nos advierte Irene Vallejo, “que los primeros pasos de nuestra civilización
fueron los de un hombre a punto de derrumbarse, con un anciano a las espaldas y
un niño de la mano”. Una bella metáfora, sin duda, que enlaza el pasado que
representa la ancianidad con el futuro que simboliza la niñez. Las dos etapas
que mojonan el principio y el final de nuestras vidas.
José
María Martínez Laseca
(29
de julio de 2020)