En
realidad su nombre de pila era el de René Alphonse van den Berghe, aunque sería
por su apodo, Erik el Belga, por el que
se le identificaría mundialmente. Había nacido en Nivelles, Bélgica, en 1940. Fue uno de los más prolíficos
ladrones de arte de Europa durante el pasado siglo XX. Y, recientemente, el
oleaje de la marea informativa nos lo ha devuelto a la orilla de la actualidad.
A causa de su muerte, este pasado 19 de junio en un hospital de Málaga, la
ciudad donde residía desde hace algún tiempo. Contaba 81 años de edad. A mí me
llamó la atención la noticia por varios motivos. El primero porque yo ya le
daba por muerto, toda vez que permanecía en ese olvido que ocasiona lo
ordinario de lo cotidiano. El segundo, puesto que su alias ya formaba parte del
mito o la leyenda propia del pasado. Algo a lo que, sin duda, los sorianos
contribuimos de una manera especial como les voy en contar aquí.
La vida de René Alphonse van den
Berghe es la demostración de que la realidad supera a la ficción. Por sus
orígenes familiares, nada hacía presagiar que el pequeño René fuera a
convertirse en un reputado ladrón. Así como su abuelo le transmitió el
amor por el arte románico y el gótico, su madre lo introdujo en el mundo de la
pintura, y su padre también le enseñó los secretos del bosque, las armas y
los libros antiguos. Sin embardo, el enrarecido ambiente tras la segunda
guerra mundial resultó el caldo de cultivo perfecto para aprender las
artes del contrabando. Y su mismo carácter le dio el ansia por el
conocimiento y la lógica necesaria para justificar su querencia por las
piezas de arte sacro: “soy católico –decía– y la Iglesia es de todos los
católicos, luego lo que es de la Iglesia también es mío”.
De este modo, Erik el Belga
pronto encontraría en España, tan despreocupada de lo suyo, el paraíso soñado
para sus correrías de receptación de obras de arte. La inmensa riqueza
patrimonial de las nueve provincias de Castilla y León, a lo que se añadía la
dispersión y la tremenda despoblación de sus núcleos rurales favorecieron, en
primera instancia, sus robos. Y otras regiones de similares características
como Aragón, Navarra y comarcas de La Rioja y de Cataluña, padecerían, así
mismo, los expolios de este peculiar
ladrón. Algunos fueron muy sonados. Para ello se servía del apoyo de bandas
locales. Todos respondían a encargos hechos, porque para que alguien se
llevara estas piezas únicas tenía que haber una persona dispuesta a
comprarlas.
El caso es que a algún caprichoso
ricachón se le antojó el códice del Comentario al Apocalipsis de Beato de
Liébana, manuscrito iluminado fechado en 1086, una suerte de mapamundi. En sus
miniaturas, entreveradas de realidad y
fantasía, se puede ver el paraíso cruzado por cuatro ríos: el Tigris, el
Éufrates, el Fisón y el Geón. También muestra territorios sólo reconocibles por
los nombres, Galicia, España, Roma, Asia, y una región ignota en la que nace el
sol y donde luce con tal fuerza que su habitante, el patagón, se da sombra con
un enorme pie en alto. Una verdadera joya conservada en el Archivo Histórico
Diocesano de la Catedral de El Burgo de Osma. Y se lo reclamó a Erik el Belga
que puso manos a la obra.
En su meditado plan, un italiano,
miembro de la banda, se personó en la catedral como si fuera un turista más.
Corría el año de gracia de 1966 y el día era invernal. El canónigo Tomás Leal
Duque, en su cometido de guía, le fue mostrando al extranjero todos los tesoros
guardados, incluido el Beato. Y por caerle este simpático, concluida la visita,
don Tomás le invito a vino y unas pastas en la bodega de su casa. Tras concluir
la velada, el visitante se dirigió a una taberna de la villa y, por influencia
del vino, largó demasiado a su interlocutor que no era otro que un guardia
civil de paisano. Conducido el italiano al cuartelillo confesó sus intenciones
para robar esa noche.
Así que, bajo estrecha vigilancia,
a la hora convenida el italiano abrió la puerta de acceso a la catedral, pero
en lugar de hacer pasar a sus compinches les avisó de la encerrona y estos salieron
huyendo. No obstante, la Guardia civil consiguió detenerlos a la altura de San
Esteban de Gormaz.
El saqueador Erik el Belga, con
más de 600 golpes efectuados en toda Europa a sus espaldas, salió de la cárcel para volver a ella de
nuevo tras ser condenado. En una ocasión hasta se fugó. Y, finalmente, en los años
80, llegó a un acuerdo con las autoridades para obtener su libertad provisional
a cambio de colaborar en la recuperación de las obras de arte robadas. Treinta
y cinco meses después y 1500 piezas devueltas, abandonó la prisión.
Toda su trayectoria está contada
en sus memorias, publicadas en 2012 bajo el significativo título: “Por amor al
arte”. No tienen el menor desperdicio. Insiste Erik el Belga en el libro en que
en España fue más lo que compró que lo que robó. “Es que era mucho más barato
comprar las piezas que robarlas. Los precios eran muy bajos y ya nadie
denunciaba”. Por desgracia, no le faltaba razón. Ya que había sacerdotes
implicados en el negocio.
José
María Martínez Laseca
(25
de junio de 2020)
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