ompañeras y
compañeros: buenos días y saludos cordiales.
Todos conocéis el
mito de la Esfinge ,
que preguntaba a los viajeros: ¿cuál es el animal que por la mañana tiene
cuatro pies, dos al mediodía y tres en la tarde? Fue Edipo quien resolvió el
enigma respondiéndole que era el hombre, puesto que en su infancia gatea sobre
sus manos y sus pies; después, ya crecido, anda sobre sus dos pies y, llegada
la senectud, se ayuda de un bastón.
Me pidieron, al
ser profesor de literatura (cuyo cometido es tocar a los otros y hacerles cavilar),
que os dirigiera una alocución con tan fausto motivo cual el que, hoy, aquí nos
convoca: una despedida, un hasta siempre. Como si yo, nadador contracorriente, fuera
experto en el difícil arte de hablar bien.
Para nada atendieron
mis objeciones, así que cargué con la encomienda y me di a pensar por tener algo
sensato que deciros, pese a ser la primera vez que me encuentro, como es obvio,
en uno de estos ritos de paso al otro lado.
El tema a tratar
estaba claro, por lo que, obediente, me puse a hacer los deberes para vestir
con palabras y emociones mis pensamientos. Y opté por llamar a las cosas por su
nombre. Sin esos eufemismos, que prostituyen el lenguaje, tales como “crecimiento
negativo”, “reformas estructurales”, “movilización exterior”, etc., que parió
la crisis económica, con la fea intención de ocultar la cruda realidad en que
nos encontramos. Trabajando más con menos salario.
Iré, en
consecuencia, al grano. A lo de la jubilación (voluntaria en casos como el mío y tal vez forzada en otros). Es un tópico, o
lugar común, entre los clásicos de nuestra lírica, este del paso del tiempo,
dado que el tiempo no se detiene: “tempus fugit”. Porque nuestras vidas, en atinada
expresión manriqueña, “son los ríos que van a dar a la mar”. Somos, por
consiguiente, entes efímeros, mero tiempo acotado, seres hacia la muerte, como advirtió
el filósofo existencialista alemán Martin Heidegger, pues se nos niega la luz en
un día cualquiera.
Hemos llegado
hasta aquí por ley de vida, a uno de esos momentos críticos, en que bien
podríamos escribir nuestras memorias de viejos profesores enamorados de su
función educativa, puesto que se nos aduce que tenemos ahora más caudal de
recuerdos que de proyectos. Más pasado que futuro.
Indudablemente
que, desde esta atalaya de la edad, disponemos de tan buena perspectiva que uno
puede contemplar, a través del espejo retrovisor, los meandros del largo camino
recorrido en la práctica de la enseñanza. Una noble tarea elegida por vocación.
Que parte de la premisa de que todo niño que nace es un dios hecho hombre. A
sabiendas de que la educación pública es un derecho primordial. El único ascensor
eficaz, ya que corrige las desigualdades sociales que causa el entorno.
Entendemos, por
ello, que si damos a cada alumno la oportunidad de aprender (conocimientos,
habilidades y valores) le estamos dando las herramientas para realizarse
individualmente, para desarrollar su propio criterio y pensamiento y ser él
mismo. Para que así pueda contribuir a hacer posible un mundo mejor.
No ha sido fácil
la tarea acometida, con harta burocracia, teniendo que pelear como quijotes
comprometidos con una buena causa, enfrentándonos al trajín de la sopa de letras
generada por las sucesivas reformas educativas. Desde la
Ley General de Educación de 1970, pasando
por la LOECE
(1978), LODE (1985), LOGSE (1990), LOPEG (1995), LOCE (2002), LOE (2006), hasta
llegar a la actual LOMCE (2013), en paralelo con los sucesivos cambios de signo
político en el Gobierno de la Nación. Sin
pacto educativo.
Empero, con esa
larga hoja de servicios prestados, yo os veo como a heroicos generales forjados
en mil batallas, que llevan prendidas en su uniforme las medallas acreditativas
de su probado valor. Bien que aquí en son de paz.
Sé que algunos,
nostálgicos, recordaréis a los muchos compañeros y amigos que dejáis atrás. Necesitamos
recordar para saber quienes somos. También repasaréis la evolución de la
enseñanza, desde el tradicional uso de la tiza y la pizarra a las endemoniadas
pizarras digitales con la revolucionaria aplicación de las TIC en el aula. Y mientras
que unas personificaréis vuestro ideal del magisterio (conocimientos, estética
y ética) en profesoras tan entusiastas como la de “Mentes peligrosas”, otros lo
centraréis en profesores socráticos cual el de “El club de los poetas muertos”.
Todavía habrá quien, rememorando la diversidad de alumnos (“torpes y listos”,
“dóciles y ariscos”) que tuvo a su cuidado, tras tantos cursos monótonos y
prolijos, recitará emocionado, en voz
baja, aquellos versos de Gerardo Diego alusivos a algún verdadero discípulo que
inmortalizará su nombre y apellidos al recordarlo con gratitud y afecto. Así
como nos dice Arriano que Alejandro Magno, hablando agradecido de su maestro
Aristóteles, llegó a decir: “Si a mi padre le debo la vida, a mi maestro le
debo el triunfo”.
En el mundo
globalizado y de Internet en que vivimos, regido por las despiadadas leyes del
mercado, que todo lo convierte en mercancía, pues todo se compra y se vende; en
el que tanto lo individual como lo colectivo se miden por el bolsillo; en el
que se valora más al personaje que a la persona y en el que todo vale, menos
los auténticos valores (respeto, tolerancia, esfuerzo, solidaridad…) que apenas
sí valen, pues es sabido que “todo necio confunde valor y precio”; yo vengo a
reivindicar para todos nosotros, aquí y ahora, como entendía Juan Antonio Gaya
Nuño, que el verdadero éxito estriba en la satisfacción interior. Aunque nos
estemos quedando solos los pocos que así pensamos. Porque debemos sentirnos
orgullosos de los logros conseguidos en tan arduo empeño como el de enseñar a
ayudar a pensar a niños y adolescentes. Frente a la dura competencia de la
televisión y demás pantallas. Lo ilustra bellamente el monumento situado en la Plaza del Maestro, en
Zamora, donde, sobre un pedestal, se alzan las figuras de un alumno y su
educador que le indica un lugar en el horizonte.
Pero no debo
desviarme del tema. A decir verdad, esto de la jubilación produce una extraña
sensación agridulce. Un tanto amarga, puesto que viene determinada por la acumulación
de años. Y, sin embargo, etimológicamente la palabra Jubilación procede del latín
"jubilare", que significa “gritar de alegría”. “Me encuentro jubiloso”,
han contestado a mi pregunta algunos compañeros que ya han cruzado la raya, con
cierto regocijo de celebración en su rostro.
Siendo cual es
el español una lengua loable (lo hable quien lo hable): ¿cómo podríamos nombrar
a todas estas personas que, como nosotros, se jubilan de la profesión educativa?
Yo, a la manera de Luis Piedrahita, empeñado en etiquetar fenómenos que no
tienen una palabra que los designe, propongo llamarlos: “viejóvenes”. Un
vocablo que quiero interpretar en sentido positivo, aplicado a personas mayores,
sí, pero jóvenes de espíritu, contrastándolos con las juventudes viejas que
criticara Antonio Machado.
Se abre, por
tanto, para todos nosotros, un tiempo nuevo, de más libertad, ya que dejamos de
estar bajo la dictadura de un horario estricto. Pero, este no debería ser
tiempo de aburrimiento ni de pereza. Por el contrario, ha de servir para recrearnos
con aquello que soñamos y que más nos gusta: leer los libros pendientes, viajar
a ciertos lugares exóticos, o, simplemente, pasear tranquilos, solos o en buena
compañía, por las márgenes del río Duero, disfrutando de la naturaleza, como
hacen todos los jubilados que nos han precedido. Incluso para cultivar un
huerto con nuestras propias manos. Os digo que lo más conveniente es permanecer
activos. Aportando algo a lo ya hecho. Algo que fortalezca a los demás. Saboreando
siempre, en el cotidiano vivir, toda la belleza que entrañan las cosas
sencillas. El gozoso placer de la existencia.
No estaría de
más que, al abrir la ventana de cada amanecer, pusiéramos como banda sonora la preciosa
canción de Joan Manuel Serrat “Hoy puede ser un gran día”. Tarareando, en voz
alta, su letra: “Pelea por lo que quieres / y no desesperes / si algo no anda
bien. / Hoy puede ser un gran día / y mañana también”.
No hemos de resignarnos,
ni dejarnos vencer por el desaliento, puesto que no hemos de abandonar las
ansias de continuar haciendo de nuestras vidas algo extraordinario, pues somos
seres llenos de pasión. Ahora, más que nunca, debemos aprovechar cada instante,
ya que, como sentencia, rotundo, Andreu Buenafuente: la esperanza es lo último
que se vende. No olvidemos nunca que hoy (anótese aquí la fecha de jubilación)
puede ser un gran día. Que tenemos una excelente oportunidad para convertir nuestro
otoño en primavera.
¡Salud y buena suerte
para los próximos años de nuestras nuevas vidas! Compañeras y compañeros: ¡Ojalá
que nos vaya bonito!
José María Martínez Laseca
(12 de junio de 2015)
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