A veces me pregunto sobre el sentido de mi escritura –¿por qué escribo?–, pues soy consciente de que esta acción reiterada de pensar, ordenar las ideas y plasmarlas, negro sobre blanco, supone una cierta tortura. Un sufrimiento originado en la propia reflexión, con esa sensación añadida de impotencia, al no conseguir expresar de modo sereno y sencillo lo que uno piensa y siente. “Quiero decir, pero me sale espuma”, decía el poeta César Vallejo. Y, pese a todo ello, pues no me tengo yo por masoquista, persisto en mi empeño de escribir. Acaso porque entiendo que el trabajo –el afán por construir algo que fortalezca a los demás– nos justifica como personas que somos frente a los animales. Nos dignifica, en contra del avance continuado de la maldad y sus esbirros. Porque la dignidad humana radica en que, aún a sabiendas de que nuestras vidas suponen una lucha perdida de antemano, dada la evidencia de que acabaremos vencidos –puesto que somos mortales–; para mí cobra sentido pleno –y no lo entiendo como vano ni absurdo–, el persistir en este empeño, oponiendo resistencia y verdad –que es lo que perdura– a ese mal que siempre vuela alto. Y siento alivio al acabar mi escrito, y la satisfacción que siempre me produce el deber cumplido, al opinar sobre todo lo humano y lo divino que afecta al próximo –o prójimo–, lo que nunca es ajeno a mi sensibilidad.
Así es como me voy adentrando por intrincados laberintos de injusticias que persisten en el tiempo. Pongo por caso el maltrato con el que, desde muy atrás, venimos sometiendo a las mujeres. Colocándolas en una posición social secundaria y no de igualdad efectiva a los hombres. Se trata de relaciones y abusos de poder con valores de patriarcado. La ética del cuidado a los dependientes es una ética de la justicia. Pero en las familias tradicionales siempre se imponía como obligación a las mujeres, cuidadoras de niños, ancianos y familiares impedidos. Y ahora, desde las políticas neoliberales imperantes que anteponen mercado, éxito y beneficio al Estado de Bienestar, en lugar de liberarlas, se las retorna a su explotación.
Escribo mi parecer y argumento al respecto, tratando de persuadir (función apelativa del lenguaje) en última instancia. Puesto que en mi primera intención está el aclararme yo antes y, en segunda, el plantear preguntas a las que cada uno de mis lectores trate de dar sus propias respuestas.
José María Martínez Laseca
(13 de marzo de 2014)
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