Es
evidente que el coronavirus o Covid-19 ha venido de improviso y que todavía
nadie, a lo que se ve, sabe muy bien como ha sido. Aunque pistas y sospechas
haberlas haylas. Demostrada resulta, a
todas luces, su excesiva capacidad de contagio con un crecimiento de carácter
exponencial, convirtiéndose, dada su rápida expansión internacional, de
epidemia en pandemia. Y su letalidad está resultando brutal. Como ocurre en
nuestro país. Porque, a pesar de tanto baile de cifras, según las últimas
estadísticas, Sanidad registra un total de 27.119 muertos. Toda una tremenda desgracia,
que ha afectado a miles de familias españolas, las cuales añaden, al dolor producido por
la pérdida de sus seres queridos, la impotencia de no poder enfrentar el
necesario duelo de su despedida. De ahí su apelativo como enfermedad de la
soledad. Con todo ello, una vez más, se comprueba que la realidad supera a la
ficción.
Para contrarrestar sus efectos infecciosos
se adoptó una medida excepcional como es el estado de alarma, todavía vigente,
que restringe nuestra capacidad de movimientos. En consecuencia, y como medida preventiva para evitar el
colapso del sistema sanitario, todos los ciudadanos de este país hemos pasado
muchas horas metidos en nuestros hogares, confinados. El miedo a contagiarnos
facilitó, sin duda, el acatamiento de tan drástica medida. ¡Quédate en casa!
era el estribillo repetido. Acaso, porque también lo más fácil fuera obedecer.
Después, con el fin de aliviar esa situación, se procedió a la denominada
desescalada con sus cuatro fases, de la cero a la tres. Marcándose franjas
horarias para la salida a la calle de los distintos colectivos. Eso implicaba una
asunción de responsabilidades tanto individuales como colectivas. ¡Cuídate, cuídanos!
Pero,
ya, desde ese mismo momento de arranque de la fase cero, el pasado 4 de mayo,
fueron muchos los que se echaron a la calle, saltándose las franjas horarias
establecidas. Incluso ahora mismo, en la fase uno, con la obligación del uso de las mascarillas
estamos viendo como hay quienes, tras su
uso, las arrojan en espacios públicos en lugar de en los contenedores.
Unos irresponsables a los que hemos denominado covidiotas. Listillos de siempre
que se creen por encima del bien y del mal. Los expertos alertan del riesgo de
una nueva oleada si se multiplican los contactos y no se respeta la distancia
social. “Nos abrazamos y da lo mismo, porque el coronavirus solo afecta a los
ancianos” oí que declaraban varios jóvenes en Milán (Italia).
Fanáticos de la movida, también aquí,
están celebrando anticipadamente la fiesta de la desescalada. Como auténticos
novios de la muerte. Van a lo suyo, sin pensar en los demás. El fin del
confinamiento no implicará que ya no haya virus. Esto no ha sido una broma. De
ahí la llamada a la prudencia y al sentido común hecha por los mismos
sanitarios tan aplaudidos. Porque el coronavirus continuará entre nosotros y
tenemos que evitar riesgos de contagios masivos. Pasaremos sí a una nueva
normalidad, ya que no será igual que la vieja normalidad tan añorada. De esta
pandemia habremos aprendido cosas que se quedarán entre nosotros como hábitos
durante mucho tiempo.
Está visto que nadie escarmienta en
cabeza ajena. Decían que de esta íbamos a salir más solidarios y, sin embargo, todo parece indicar que
acabaremos más solitarios (y egoístas) que antes.
José
María Martínez Laseca
(29
de mayo de 2020)