El tiempo pasa y cambiamos, pero, gracias a los recuerdos, no perdemos lo vivido. Porque las evocaciones forman parte nuestra vida y constituyen las raíces de su ser. Solo muere lo que se olvida. Tal cavilaba yo, buscando su concreción sobre la piel de mi ciudad de Soria. ¿Cuántas placas lucen las fachadas de sus casas celebrando a aquellas personas destacadas que nos sirven de ejemplo?
Me llamó la atención la escasez de las que pude localizar. Así, de los vecinos paisanos que nos precedieron, apenas encontré 3. La del “filósofo insigne” y sacerdote Antonio Pérez de la Mata (1842-1900) en la calle Real, actual nº 5, puesta en 1910; la del “ilustre soriano” y director de “Noticiero de Soria”, Pascual Pérez Rioja (1856-1924) en la calle Aguirre y la del “ilustre americanista” y archivero José Tudela de la Orden (1890-1973), en la calle Caballeros, fijada en 1988. De personajes foráneos, algunos por aquí transeúntes, pude dar con estas 6: la de la monja escritora santa Teresa de Jesús (1515-1582) en el convento carmelita de la plaza Fuente Cabrejas; la que exhibe el Ayuntamiento en su portada en homenaje al escritor Miguel de Cervantes Saavedra (1547-1616), con motivo del tercer centenario de la edición del Quijote en 1905; la del fraile y dramaturgo Tirso de Molina (1579-1648) en el convento de La Merced; la de los hermanos Bécquer [el poeta Gustavo (1836-1870) y el pintor Valeriano (1833-1870)] en la céntrica plaza de Herradores; la del poeta del 27 Gerardo Diego (1896-1987), donde estuvo la casa-pensión de “Las Isidras” frente a la plaza San Esteban y la del filósofo Julián Marías (1914-2005) en el estrecho de la calle El Collado.
Visto lo visto, concluyo que somos cicateros en el reconocimiento del mérito ajeno. Y misóginos. Más dados en alabar a los de fuera que a los propios, acaso por envidia. Alguien podría hablarme de placas con poemas de Machado por el suelo y de estatuas, nombres de calles, plazas y centros. Incluso de lápidas en las tumbas del alto cementerio de El Espino. Claro que aquí el ansia recaudatoria municipal troca la paz perpetua de los muertos en efímera, finiquitando un indiscutible lugar de memoria. Si acaso, la inmortalidad está en la memoria de los otros y en la obra que dejamos. “Cada uno de nosotros es, de algún modo, todos los hombres que han muerto antes. No solo los de nuestra sangre”. Y nadie muere mientras se le recuerde.
José María Martínez Laseca
(16 de enero de 2020)
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