Desde el corazón
mismo de Soria, pasadas las 6 h. de la tarde del 17 de agosto, partimos en
coche hacia la villa de Monteagudo de las Vicarías. El buen amigo e historiador
Antonio Ruiz López, que tiene allí su cuna y sus raíces, va al volante. Marcha
por la autovía A-15 en dirección Madrid. Tras dar la espalda a Almazán, toma el
desvío y avanza por la carretera local 116, que se abre paso entre tierras de
labor de Morón, Alentisque y Valtueña. Quema el sol y el aire abrasa, como en
el poema Castilla de Manuel Machaco. Son 73 km y menos de una hora de viaje.
Al
llegar, tomamos un café en el único bar abierto. Tres fotografías en una de sus
paredes, por su visión cenital, asemejan los viejos planos hechos por un
cartógrafo. Cual hermosas postales. En ellas se advierte perfectamente la
apretada urbe, que se alza sobre la meseta de un pequeño cerro o muela. También
los restos de lo que fue la muralla que abrazaba en su recinto a la mayoría de
casas, dejando fuera unas pocas que constituían su arrabal. Llegó a tener 900
almas a principios del s. XX y ahora no alcanza las 200. Con su alcalde, Carlos
González, trepamos a pie la cuesta. Recorremos su calle principal. Un azulejo
recuerda a los muertos por el cólera de 1855. Vemos su arco apuntado y almenado
que era su puerta principal de acceso. Su plaza mayor congrega una voluminosa
iglesia, bajo la advocación de Nuestra Señora de la Muela y el castillo
medieval de los Hurtado de Mendoza, ambos del s. XV. Monteagudo, en la raya con
Aragón rezuma historia de reconquista por todos sus poros. Aquí se concertó en
1291 el casamiento entre Isabel, hija de Sancho de Castilla, y el rey Jaime de
Aragón que se verificó en la ciudad de Soria. Además, en su lugar de
Valdeabejar se ubicó el monasterio del Císter, que después se trasladó a Santa
María de Huerta. De tradición agrícola y ganadera, siempre se ha asociado a
Monteagudo con su embalse, que recoge las aguas de los ríos Nágima y Recajo,
pionero entre las obras hidráulicas modernas de España (1863). Regadío y
turismo abrirían, pues, puertas a su porvenir.
Yo
he vuelto a Monteagudo para hablar a sus gentes de Antonio Machado. De su libro
Campos de Castilla. Con sus dos imperativos: esencialidad, que da primacía a la
vida sobre la imaginación y temporalidad que obliga al poeta no a transmitir la
idea del tiempo, sino la emoción del tiempo. Del milagro de la poesía.
José María
Martínez Laseca
(22 de agosto de
2019)
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