Esto del patrimonio histórico-artístico tiene su corteza y su mucha miga. Es memoria de un tiempo pasado y riqueza heredada de nuestros ascendientes, además de una seña de identidad inequívoca ya que nos remonta a nuestros orígenes. Como consecuencia de todo ello, su importancia es considerable; aunque parece, por desgracia, que únicamente lo valoramos en su justa medida cuando lo hemos perdido para siempre. Además, en tanto que legado, no nos pertenece a nosotros, sino a las generaciones venideras. Ya en 1983 las competencias en la materia fueron transferidas del Estado a la Comunidad de Castilla y León, por lo que corresponde a la Junta el mantenimiento y cuidado de su extenso conjunto. Y ello, sin menoscabo de las responsabilidades que afectan también a sus particulares propietarios.
Recientemente, las páginas de sucesos de la prensa local rotulaban titulares en negro para informar de los robos perpetrados en iglesias o ermitas de cinco pueblos de nuestro medio rural: las de Castilruiz, Masegoso, Mercadera, Boos y Valdegrulla. Bien es cierto que con una diferencia esencial entre los mismos, ya que, en el caso de los dos primeros, los ladrones se hicieron con diferentes objetos de valor que podían vender en el mercado negro, mientras que, en lo que se refiere a los tres últimos, se trataba de un expolio propiamente dicho, puesto que arrancaron piedras de sillería de sus inmuebles con la intención de reutilizarlas posteriormente. Por lo que cabría suponer que los robos se cometieron por encargo.
El común denominador de todos estos lugares afectados es el de la despoblación, ya que se trata de despoblados o de sitios con escasos vecinos, en su mayoría envejecidos, lo que facilita los movimientos impunes de los delincuentes. Tampoco la guardia civil dispone de efectivos humanos y materiales suficientes para poder vigilar bien los 513 núcleos de población de toda la provincia. No sé por qué a mi mente ha asomado el recuerdo de Erik el Belga, el mayor depredador del patrimonio español en los años 60, muchas veces en connivencia con la propia iglesia. La misma que ha registrado con avaricia bienes culturales que eran cosa de todos. Y pienso que, ante tanta desidia, que es el más claro anticipo de toda ruina, la protección del patrimonio histórico-artístico soriano, además de recursos bien empleados, necesita una de una mayor sensibilidad.
José María Martínez Laseca
(18 de octubre de 2018)
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