Mis padres
llegaron a nonagenarios. Entre los dos hacían uno, solía decir bien Y, pues se
valieron por ellos mismos, ya que las carencias de uno las suplía el otro.
Siempre estuvieron vinculados a la tierra, como sus viejos antepasados
celtiberos, a su querido pueblo de Almajano, donde nacieron. Apenas salieron de
él de solteros. Mi padre estuvo trabajando de sirviente en el Campillo de
Buitrago y, más lejos, cuando hizo la mili, primero en Calatayud y después en
Jaca (Huesca), en el Fuerte Rapitán. Mi madre a Zaragoza, de criada de alguna
familia pudiente. Pero, ya casados se dedicaron por entero a las tareas
agrícolas.
Con su yunta de vacas tirando del rusán para labrar
unas fincas de cultivo de cereal,
pequeñas y dispersas. Y algunas ovejas que se incorporaban al rebaño de pastor
compartido. El suyo era un modo de vida casi del neolítico, donde todo se hacía
con las manos. Regido por un modelo económico de mera subsistencia. Para
sobrevivir al medio rural y poder dar de comer a los cuatro hijos que les
fueron naciendo. Todos esas escenas: arar, sembrar, abonar, escardar , segar,
acarrear, trillar, aventar y subir el grano en sacos al granero y meter la paja
en lenzuelos en el pajar son memoria de mi infancia. La mecanización se
implantaría progresivamente. Recién, murió mi padre. Y mi madre sola carece de
plena autonomía. Así que los hermanos nos turnamos semanalmente para cuidarla
como es debido. Ello me obliga, cuando me toca a mí la vez, a permanecer dos
días con sus noches en la casa familiar, que no es ya aquella de antaño donde yo
nací y convivíamos personas y animales, pero que, rehecha de nueva planta y con
las comodidades actuales, ocupa el mismo sitio.
Pero la vieja casa, como un fantasma asalta mis recuerdos.
Hecha de teja, madera, adobe y piedra de mampostería. Con su portón de entrada
y sus ventanas chiquitas orientadas al este. Con su corral, donde se amontonaba
el cieno y la trellada de carrasca que lo cobijaba. Una parra de uva negra recorría
la fachada de derecha a izquierda según se mira. Desde esa casa mi hermano
mayor y yo acudíamos a la escuela de los chicos. Con el temido don Teófilo, al
que siguió don Ángel. Al concluir, mi padre me llevó al Instituto de Soria para
hacer la prueba de ingreso. La aprobé. Y así crucé la raya que me condujo a un
mundo nuevo. Todavía me sigo preguntando: ¿por qué tuvimos que partir de
orígenes?
José María
Martínez Laseca
(26 de abril
de 2018)
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