martes, 15 de noviembre de 2016

Antonio García Abad

Había nacido en la villa de Vinuesa, el 29 de julio de 1941. Fue el verdor perenne de los pinos albar, el paisaje de su mirada primera, el que lo dejó marcado para siempre. De estampa inconfundible. Venía, con frecuencia, a la ciudad de Soria, en tanto que capital de la provincia, fuera de compras para abastecimiento de su casa, a fin de acometer algún que otro trámite, burocrático o sanitario, para asistir a conferencias, o adquirir algún libro en la librería “Las Heras”. Transitaba el Collado, recordando tal vez sus tiempos de estudiante en el viejo Instituto. Y aprovechaba la ocasión para reencontrarse con sus más conocidos en el decimonónico Casino de la Amistad Numancia o en la concurrida Plaza de Herradores, si el buen tiempo acompañaba, para departir en animada conversación, bajo la excusa de tomar unos vinos, pues, cual buen polemista, gustaba destilar la situación política internacional, nacional y local.
Era Antonio García Abad. Pero todos le teníamos por “el cónsul”. Apodo poco ingenioso, en verdad, dado que él, licenciado en Derecho y en Filosofía y Letras por la Universidad Complutense, estaba diplomado en Altos Estudios Internacionales por la Escuela Diplomática de Madrid y se hizo diplomático por oposición en 1971. Hombre cosmopolita, parecía de vuelta a la querencia, tras haber ejercido representaciones diplomáticas españolas (ya como embajador o como cónsul) en Honduras, Finlandia, Argelia, Bélgica, Reino Unido, Nueva Guinea, Haití, Cuba, Francia (Perpignan y Toulouse) y Suiza (Ginebra). Pero, ante todo, practicaba como soriano y representante plenipotenciario de Vinuesa y los Pinares.
Yo lo conocía de tiempo atrás. De cuando, en La Pinochada, dirigía la pingada del mayo en la Plaza Mayor. Y asistí al ritual de la ofrenda de la vela por su esposa finlandesa, Ulla Kristina, a la Virgen del Pino. Un día de este otoño he visitado la Laguna Negra con los serbales rojos junto al frontal del enorme farallón de piedra. Mientras las hayas despuntaban sus hojas amarillentas y caducas, símbolo de lo efímero, dentro del pinar. Nadie vive para siempre. Mas, no por ello ha dejado de impactarme la noticia inesperada de su muerte este pasado jueves 3 de noviembre. Y me cuesta aceptarlo con sus 75 años. Será preciso el duelo para curar su pérdida.
José María Martínez Laseca
(10 de noviembre de 2016)

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