Había nacido en la villa de
Vinuesa, el 29 de julio de 1941. Fue el verdor perenne de los pinos albar, el
paisaje de su mirada primera, el que lo dejó marcado para siempre. De estampa
inconfundible. Venía, con frecuencia, a la ciudad de Soria, en tanto que capital
de la provincia, fuera de compras para abastecimiento de su casa, a fin de
acometer algún que otro trámite, burocrático o sanitario, para asistir a
conferencias, o adquirir algún libro en la librería “Las Heras”. Transitaba el
Collado, recordando tal vez sus tiempos de estudiante en el viejo Instituto. Y
aprovechaba la ocasión para reencontrarse con sus más conocidos en el
decimonónico Casino de la Amistad Numancia
o en la concurrida Plaza de Herradores, si el buen tiempo acompañaba, para departir
en animada conversación, bajo la excusa de tomar unos vinos, pues, cual buen
polemista, gustaba destilar la situación política internacional, nacional y
local.
Era Antonio García Abad. Pero
todos le teníamos por “el cónsul”. Apodo poco ingenioso, en verdad, dado que
él, licenciado en Derecho y en Filosofía y Letras por la Universidad
Complutense , estaba diplomado en Altos Estudios
Internacionales por la Escuela Diplomática
de Madrid y se hizo diplomático por oposición en 1971. Hombre cosmopolita,
parecía de vuelta a la querencia, tras haber ejercido representaciones
diplomáticas españolas (ya como embajador o como cónsul) en Honduras,
Finlandia, Argelia, Bélgica, Reino Unido, Nueva Guinea, Haití, Cuba, Francia
(Perpignan y Toulouse) y Suiza (Ginebra). Pero, ante todo, practicaba como
soriano y representante plenipotenciario de Vinuesa y los Pinares.
Yo lo conocía de tiempo atrás. De
cuando, en
José María Martínez Laseca
(10 de noviembre de 2016)
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