Puede que fuera por las
entrañables fechas de Navidad, que dan en juntar a las familias dispersas, o
acaso coincidiendo con la celebración del año nuevo cuando, para disfrutar de
idéntica alegría y regocijo de los terráqueos, consumiendo, derrochando y
disfrutando de lo lindo, dieron en reunirse, a las afueras de una ciudad
cualquiera de no se sabe que país del planeta azul, un grupo de jóvenes diablos. De sobras es
sabido por todos nosotros que, cuando los ángeles de las tinieblas se reúnen de
forma premeditada, no puede salir nada bueno de allí.
Y, en efecto, así ocurrió. La
primera decisión que tomaron, en este cónclave extraordinario los diablillos en
cuestión, y lo hicieron por unanimidad, fue la de acometer una travesura
diabólica de cierto calado en contra de todo el género humano. Tardaron, eso
sí, un tiempo en formularla, pero cuando lo consiguieron todos quedaron
conformes. Esta consistía en esconder a los hombres su tan deseada felicidad.
Empero, el problema ahora se
centraba en dar con la mejor manera de llevarla a efecto. Y para ello se reabrió
el debate con un nuevo turno de palabra. Así es como habló, en primer lugar, un
diablillo regordete que planteó llevar la felicidad hasta la cumbre de la
montaña más alta e inaccesible de la tierra. Mas, el diablo que presidía la reunión
manifestó que los hombres exhibían la fuerza y podrían alcanzarla. Una vez roto
el hielo, otro diablillo más flaco, ofreció la variante de enterrarla en la
sima más profunda del fondo del mar. Pero quien presidía alegó que los hombres ostentaban
la curiosidad y no tardarían en encontrarla. Todavía un tercer diablillo muy
alto se atrevió a proponer que se la trasladara al planeta más alejado del
espacio, donde fuera realmente inalcanzable. Y otra vez más el presidente
argumentó que los hombres poseían la inteligencia y conseguirían dar con ella.
Cundía ya el desánimo en la asamblea, cuando
una diablesa, tímida y pecosa, expresó lo siguiente: “lo mejor sería ponerla
dentro de los propios hombres, que siempre la buscarán fuera de ellos mismos”.
Tanto les agradó a todos que así lo hicieron. Desde entonces van los hombres, tristes
y melancólicos, dando vueltas y más vueltas por los alrededores sin localizarla,
e incapaces de indagar en su propio interior.
José María Martínez Laseca
(7 de enero de 2016)
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