En Almajano, su pueblo y el mío, se nos ha muerto “el Fonso”, con quien tanto quería y hoy domingo, a las cinco de la tarde, le daremos tierra en el camposanto anejo a la ermita de la Virgen de la Soledad. Se llamaba Ildefonso Recio Antón, pero todos lo conocíamos por “el Fonso”, y es que, bien se sabe, en nuestros pueblos quien no tiene un apodo o un alias es como si estuviera sin bautizar. Ildefonso era el primogénito de cuatro hermanos (con César, Laudelino y José Ángel), hijos del matrimonio formado por Pedro Recio Martínez e Isidra Antón Arancón, vinculados tradicionalmente a la agricultura y ganadería como medio de subsistencia en el medio rural soriano.
Se puede decir que “el Fonso” –contaba 80 años– era uno de los niños de la guerra, por coincidir nuestra guerra incivil por antonomasia con su primera infancia. No sé por qué motivo se nos quedó soltero, que virtudes nunca le faltaron al Fonso para ser un buen partido, apetecible para cualquiera de las mejores mozas del pueblo. Era gran trabajador y hasta un manitas, ya que lo mismo servía para un roto que para un descosido. Delgado y de mediana estatura, ojos chicos y vivarachos, nariz afilada, con la piel de su cara curtida por los vientos de las sierras Cebollera y del Almuerzo. Durante mucho tiempo disfrutó su afición a la caza y su buena puntería le hacía ser uno de los cazadores conseguidores de un mayor número de piezas, ya codornices o liebres.
Últimamente, jubilado, se le podía ver por la plaza –donde se encuentra la casa familiar– y por el bar del centro social, donde gustaba disfrutar de su vaso de vino tinto, que siempre le servía de excusa para entablar animada conversación. Porque “el Fonso” conocía a todo el personal de la comarca e, igualmente, era conocido por casi todos, dada su simpatía. Pero “el Fonso” era, ante todo, un hombre solidario. Durante mucho tiempo fue el matarife oficial de Almajano, acudiendo generoso a las casas en que se requería su presencia para sacrificar al cerdo y después destazarlo. También desempeñó muchas veces las tareas de sepulturero cuando la muerte implacable se llevaba por delante a alguno de los hijos o vecinos del pueblo.
Son razones sobradas para acordarse de él en estos tristes momentos del adiós y para mostrarle nuestro agradecimiento acudiendo a su entierro. Para mí “el Fonso” pertenecía a la estirpe de esos hombres y mujeres sabios, nacidos antes del auge tecnológico, que poseían la memoria ancestral del respeto a la tierra y la sabiduría que da la vida. En los países de fuerte tradición oral se dice que cuando muere una persona mayor se cierra una biblioteca entera. Esto supone para mí la muerte de “el Fonso”. La irrecuperable pérdida de un hombre bueno, de un notable informante de la cultura tradicional. En un país como el nuestro que necesita de la cultura más que nunca. Porque los jóvenes de hoy no disponen de tales conocimientos para enfrentarse a la vida que, cual río, sigue su curso.
José María Martínez Laseca
(16 de febrero de 2014)
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