No soy chovinista, con aprecio excedido de lo propio y menoscabo de lo ajeno. Antes peco de modesto, pues si pongo en valor nuestro patrimonio inmaterial identitario es cuando me veo obligado a contrastarlo con aquél del que tanto presumen otros. Tratándose de fiestas populares, gusto de comparar orgulloso las nuestras sorianas de San Juan, con las pamplonicas de San Fermín. Ambas transforman con su magia la rutina del tiempo y del espacio. Alteran el orden establecido. Giran en torno a un común sentimiento: el toro.
Reconozco que los Sanfermines, eminentemente urbanos, nos ganan como multitudinaria concentración festiva, que rompe las costuras de una ciudad mayor, con miles de foráneos atraídos por su gran difusión mediática y la fama universal que sobre ellos proyectó Ernest Hemingway en sus crónicas. Del 6 al 14 de julio. Los definen sus encierros. Disparo de un madrugador cohete y 850 metros de emoción. Desde la cuesta de Santo Domingo, donde empiezan, hasta la plaza de Toros, en que acaban, pasando por la peligrosa curva de Estafeta y Mercaderes. Unos minutos apenas en los que 3.000 corredores ofician una ceremonia especial en la que la vida y la muerte se dan la mano, expuestos a la embestida de unas bestias de más de 600 kilos. Rito tan espectacular se repite cada día.
Las fiestas de Soria son bien distintas. Más ricas en un sentido antropológico. Combinan campo y ciudad. Su ritual con el toro-varón mojona el calendario Sanjuanero en una suerte de mística gastronómico-sexual. Se juega con 12 novillos que han de sacrificarse públicamente para comulgar de su cuerpo y su sangre (tajadas). A modo de afrodisíaco, ante el sabido encuentro con la hembra generadora de vida, en el fértil marco de la romería de Las Bailas. Multiplicando y dando continuidad a la tribu. Un ciclo perfecto. Aquí las cosas transcurren con más calma. El encierro de La Saca es de largo recorrido. Desde los corrales de Valonsadero a los del Coso de San Benito, con descanso en la Vega de San Millán. En dos fases: mañana y tarde. Con la vistosa estampa de los caballistas. ¿Peligro?, el de algún que otro toro perdido por el monte, que siempre prolonga el temor de lo incierto.
José María Martínez Laseca
(11 de julio de 2013)
No hay comentarios :
Publicar un comentario