La radio compañera y confidente me trajo en la mañana de este pasado sábado, 14 de septiembre, la noticia triste de la muerte del amigo Jesús Dulce González, “el ochentón que quiere disimularlo” como me señaló una vez. Su níveo y abundante pelo delataba lo mucho e intensamente que había vivido y sufrido. Muy singular era su porte paseando por el Collado: caballero de fina estampa quijotesca, por lo de alto y delgado, que lo identificaba en la distancia, si bien en más de un caso, según me comentara, llegaron a confundirlo con el gran Samuel Beckett. Y, en verdad, que, observado de perfil, nos daba el pego.
Había nacido aquí y cumplió los once años cuando estalló nuestra sangrienta guerra incivil. Su biografía ,de 88 años, es la de tantos españoles humildes que hubieron de sobrevivir a la dura posguerra y aguantar la prolongada dictadura franquista trabajando muy duro, e, inclusive, se vieron obligados a emigrar de su patria chica, como hizo él también al País Vasco. A su retorno se ocupó en la ferretería de su apellido, de la calle Ferial, en donde muchos lo recordamos tras el mostrador. Pero el auténtico rejuvenecimiento de Jesús Dulce comenzó, como en el milagro del olmo seco, tras su jubilación, ya que a partir de ahí pudo dedicar su tiempo libre –respaldado por su amada esposa Rosario- a sus preciadas aficiones. Sus muchas inquietudes culturales –ávido de saberes- las fue canalizando a través de asociaciones como la del Museo Numantino, siendo además asiduo a las actividades del Palacio Cultural de la Audiencia. Yo lo conocí más de cerca por ser uno de los integrantes de la tertulia que manteníamos los jueves un grupo de escritores en el Casino Amistad-Numancia y que culminábamos con recitales poético-Musicales.
Ya por entonces, Jesús había publicado su interesante libro “La gran divinidad” (1997) centrado en los años cuarenta. Cierta vez nos mostró con orgullo una carta elogiosa que había recibido de Antonio Muñoz Molina. En tanto que socio del Círculo de Lectotes era un gran devorador de libros. En su rutina diaria acostumbraba pasear por el camino de Los Royales. Iba allí portando su periódico, su libro y su botella de agua y en la piedra junto a un erguido chopo encontraba su mejor acomodo para acometer la íntima y solitaria actividad que constituía su mayor pasión. Siempre se ha dicho que detrás de todo escritor hay primero un gran lector. Y este era el caso.
Le pasó a Jesús Dulce como a Alonso Quijano. Su sesera se la fueron “ocupando un montón de seres y situaciones que me pedían libertad y decidí escribir para hacerlos libres y despejarla.” No cabe duda de que se trata un escritor prolífico. Que si bien es tardía su cosecha, pareciera que a partir de su arranque se hubiera dado prisa en irrigar su imaginación y dar así vida a sus numerosos fantasmas. Fruto de esa perseverancia fue forjando hasta nueve novelas. Cinco quedan inéditas, como “Rosario”, la vida de una mujer nacida en 1922; “Historia de un abogado”, que ejerce la abogacía mientras su corazón le lleva a la poesía; “El dios de los ateos”, en el que se exalta el amor a la libertad y “El manantial de la vida”, en el que al autorizar el desenterramiento de seis fusilados para enterrarlos en el cementerio tan solo aparecen cuatro. Las otras cuatro se han visto publicadas, como la ya mentada de “La gran divinidad”; “Maketo” o historia de un soriano en Euskadi, “Juego de Cartas”, sobre la vida y los acontecimientos en los años cincuenta y “Los sueños del desertor” (2005) o la trayectoria vital de un joven que siempre desertaba cuando los acontecimientos intentaban doblegar su ética. En resumen: su pluma era suelta en el contar, con descripciones detalladas, diálogos ágiles entre sus personajes y siempre candentes conflictos humanos por temática, lo que hace muy agradable su lectura.
Tras el funeral de la mañana del domingo día 15, en la iglesia parroquial de San Francisco, mientras el féretro se disponía en la funeraria que iba a trasladarlo al alto Espino para darle tierra, pensé igual que Machado: “lleva quien deja y vive el que ha vivido”. A mi lado, Luis Diago me dice que sobre su poyo de Los Rojales dejó ayer un ramito de flores en su memoria. Ya en mi casa, subrayé estas palabras de su último libro: “Ya mayor, fue un rebelde, siempre estuvo junto al pueblo; nunca oyó los cantos de sirena de los gobernantes y patriarcas religiosos”. Y lo advertí como un rebelde, sí, por una causa tan justa como la dignidad de ser personas en estos tiempos revueltos.
José María Martínez Laseca
(18 de septiembre de 2013)
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