Somos los humanos –y no las urracas– los que sentimos una atracción compulsiva por lo reluciente, por aquello que brilla. Lo corroboran nuestros comportamientos y actitudes habituales. Toda vez que vivimos en un mundo de apariencias, en el que prima lo superficial, con claro menoscabo de lo auténtico. Ya lo señaló el gran Lope de Vega: “Todo es vana arquitectura, / como dijo un sabio un día, / que a los sastres se debía / la mitad de la hermosura”. Hay, pues, ropajes que nos dejan boquiabiertos. Deslumbrados. Es decir, alucinados, encandilados, impresionados, fascinados, seducidos o hipnotizados, puesto que todos ellos son sinónimos. Aunque, también, aparece otro, que a mí me resulta más apropiado al efecto: engañados.
Pongamos algunos escaparates recientes: Vigo y Madrid se retan a ver quien tiene las mejores luces de Navidad. (Y Soria imita a Vigo). Se planta el árbol de Navidad más caro del mundo, 11 millones de euros, en el vestíbulo del Kempisnski Hotel Bahía de Estepona (Málaga). O sea, a ver quien mea más lejos. El vivir es reemplazado por el representar y eso supone un empobrecimiento de lo humano. Cual demostró Mario Vargas Llosa en su ensayo “La civilización del espectáculo” (2012), donde criticaba la superficialidad y frivolidad de la cultura contemporánea.
En estas, el espectáculo circense y lo nuevo van de la mano. Ya lo advertía Bécquer en sus “Cartas desde mi celda” cuando escribía que “las fiestas peculiares de cada población comienzan a encontrarse, ridículas o del mal gusto por los más ilustrados, y los antiguos usos caen en olvido, la tradición se rompe y todo lo que no es nuevo se menosprecia”. A ellos se suma el consumismo para completar el triángulo equilátero. Es evidente que estamos siendo colonizados por fiestas invasoras como Halloween y el Black Friday. Que incluso la misma Navidad se percibe infestada en su mensaje de amor y paz.
La clave radica en desarrollar el pensamiento crítico. En “aprender a distinguir los valores falsos de los verdaderos y el mérito real de las personas bajo toda suerte de disfraces”, como dijo Antonio Machado a sus alumnos. Añadiendo que desconfiaran de “todo lo aparatoso y solemne, que suele estar vacío”. En definitiva, saber discernir. Porque, por pluma de López de Ayala: “Justas, juegos, clamores / alegran a los pueblos solo un día. / Remediar la pobreza y los dolores / del miserable sí que es alegría.”
José María Martínez Laseca
(12 de diciembre de 2019)
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