Volviendo la vista atrás en el tiempo, recordaremos como allá por los años noventa reinaba el optimismo entre nosotros. Había caído el Muro de Berlín, estaba finiquitándose el régimen del Apartheid en Sudáfrica, y hasta se había derrumbado el sistema comunista de la antigua URSS. Era un momento en el que parecía que la democracia se imponía alrededor de un mundo sin fronteras. Corrían los primeros años de la globalización, cuando Internet iba dando sus pasos iniciales y creíamos que su puesta en marcha nos ofrecía un enorme potencial de libertad. También eran años de sostenido crecimiento económico, de certezas y de confianza en el futuro.
Ahora, sin embargo, veinticinco años después de todo aquello, este mundo en el que vivimos se ha convertido en un territorio hostil, cargado de incertidumbres, en el que estamos soportando la cara oscura de la globalización y de Internet, con muchas más fronteras, sin que cese la segregación y donde la democracia se ve claramente amenazada. Es evidente que en las últimas décadas hemos vivido una profunda crisis de las grandes estructuras sociales tradicionales como las de la familia, el trabajo y la religión. Que gran parte del poder requerido para actuar con eficacia del que disponía el Estado moderno se ve desplazado al políticamente incontrolable espacio global. Tal y como avanzó hace once años el sociólogo Zygmunt Bauman, en su obra “Tiempos líquidos” (2007), en este espacio global se devalúa la democracia y pierden calidad la sanidad, la educación y los derechos sociales.
Llama la atención, en plena era de Internet y las redes sociales, que, indudablemente, tienen muchos aspectos positivos, que el ser humano se sienta más sólo y tenga miedo al futuro. Esa preocupación con los muchos interrogantes que se abren hace que la gente necesite espacios compartidos para la reflexión y un mejor discernimiento. Estamos viendo como las redes sociales han contribuido a desgranar el espacio compartido y a crear grupúsculos de personas que se retroalimentan entre ellas y que lo que hacen realmente es confirmar opiniones en lugar de abrir sus mentes a opiniones contrarias. Pues como dijo Albert Camus: La fuerza de la democracia está en la duda. De aquí la imperiosa necesidad de potenciar la educación y la cultura, dado que ambas comparten el objetivo común de formar ciudadanos mucho más libres y críticos.
José María Martínez Laseca
(27 de diciembre de 2018)