Uno siempre recuerda con gratitud a alguno de sus profesores. Sobre todo, a aquellos que más le motivaron a descubrir, a imaginar, a vivir. Que le enseñaron a ser mejor persona. Nombro a dos que tuve cuando estudiaba en el INEMM de Soria. La de Arte, a la que apodábamos “La Rubia” y Emilio Moratilla, de Lengua y Literatura. Inolvidables para mí por marcar la diferencia, al romper con el autoritarismo establecido en el proceso de enseñanza-aprendizaje de la todavía vigente dictadura franquista y dar un trato cordial a los alumnos.
En esta línea hay algunas películas ligadas al mundo de la educación, que tienen como protagonistas a profesores especiales. Citaré, de entre las muchas, solo dos. La siempre emotiva de “La lengua de las mariposas” (1999), dirigida por José Luis Cuerda y El club de los poetas muertos” (1989) de Peter Weir. En la primera, enmarcada en 1936, con el inicio de la Guerra Civil; Moncho, un niño de 8 años, tras su enfermedad, se incorpora a la escuela. Desde ese momento, de la mano de su peculiar maestro (Fernando Fernán Gómez), junto a su amigo Roque, principia su aprendizaje del saber y de la vida. Pero el 18 de julio lo trastocaría todo. La segunda, “El club de los poetas muertos”, es de esas películas que nos marcan. La llegada de un nuevo y excéntrico profesor (Robin Williams) a un elitista y estricto colegio privado de Nueva Inglaterra, descubrirá al grupo de alumnos a su cargo la esencia de la poesía y el significado del horaciano "carpe diem" –que exalta el valor de aprovechar el momento- así como la importancia vital de luchar por alcanzar los sueños.
La poesía, en tanto que búsqueda del vacío, de lo inexplicable, es un acto de amor en sí misma. Supone sublimar lo trascendente. Porque somos efímeros, instantes, meros mortales de carne y hueso. Es, por ello, la poesía una necesidad humana. Así les dice: “No leemos y escribimos poesía porque es bonita. Leemos y escribimos poesía porque pertenecemos a la raza humana; y la raza humana está llena de pasión”. Y les pide: “¡No se resignen!” “Chicos, debéis esforzaros por encontrar vuestra propia voz”. Subrayo esto porque solo aquellos que nos han hecho sentir, disfrutar, reír, llorar, vivir en definitiva merecen ser recordados eternamente. “¡Oh capitán! ¡Mi capitán!”.
José María Martínez Laseca
(21 de agosto de 2014)
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