domingo, 29 de enero de 2017

Atocha, 55

Viajo a Madrid, rompeolas de todas las Españas. Paseo por sus calles y plazas más céntricas. Ciudad cosmopolita y hospitalaria donde las haya. Una parte importante de mi vida ha transcurrido por ella. Desde la época en que me trasladé del Colegio Universitario de Soria (CUS) para cursar el 2º ciclo de Filología Hispánica en su Universidad Autónoma (UAM), sita en el campus de Cantoblanco. Ambiente universitario con inquietudes políticas y manifestaciones públicas de protesta, corriendo para esquivar los palos de los grises. Tiempo difícil, pues no fue un camino de rosas, precisamente, el de la transición democrática, por acometerse el desmantelamiento de la dictadura de Franco, que quiso dejarlo todo atado y bien atado.
            Se dice que los recuerdos son esas impresiones que cobijan en nuestro cerebro los hechos elaborados con percepciones sensoriales. Así, hay sucesos para no olvidarlos. Cuya narrativización o relato conforma nuestra memoria. Y yo lo recordé, al pasar junto al portal nº 55 de la calle Atocha, donde una placa anota los nombres de las victimas de aquel asesinato múltiple. Ocurrió el lunes 24 de enero de 1977. A las diez y media de la noche sonó el timbre del despacho. Al abrir la puerta irrumpieron tres sicarios que dispararon contra todos los presentes. Cinco personas cayeron muertas: los abogados laboralistas Luis Javier Benavides, Francisco Javier Sauquillo y Enrique Valdevira, el administrativo Ángel Rodríguez Leal y el estudiante Serafín Holgado. Y cuatro más  quedaron malheridos: Luis Ramos, Dolores González Ruiz, Alejandro Ruiz Huerta y Miguel Sarabia. Era una acción urdida por la ultraderecha contra quienes (como el PCE y CCOO) plantaron más cara al régimen franquista. Solo cumplieron condena cuatro de sus culpables. Los que nunca mostraron arrepentimiento.
            Sabemos que toda memoria es siempre colectiva, porque las palabras que nos permiten verbalizar el recuerdo se ven compartidas por el grupo al que se pertenece. A pocos metros, en la plaza de Antón Martín una escultura  reproduce “El abrazo” de Juan Genovés, símbolo de la restauración de la libertad. “Si el eco de su voz se debilita, pereceremos (Paul Éluard)”. Nos recuerda, 40 años después, la deuda de respeto y agradecimiento que aún tenemos contraída con aquellos abogados mártires de la matanza de Atocha.
José María Martínez Laseca
(26 de enero de 2017) 

martes, 24 de enero de 2017

Nutria y cenutrio

La cascarrona urraca, que todo lo sabe, mi vecina del locus amoenus, por donde traza el Duero su curva de ballesta en torno a Soria, aprovechando su viaje a la ciudad de Burgos, por motivos familiares, y conocedora de mi ingreso hospitalario en el Centro de Recuperación de Fauna "Los Guindales", vino a visitarme. A interesarse por mi estado de salud, tras el atentado que sufrí en la tarde del pasado 5 de enero  y que tan cerca me tuvo de la muerte. Me trajo recuerdos de los colegas de por allá y sus mejores deseos. Con su gran labia, me habló del impacto que el caso había tenido en la sociedad soriana. Del seguimiento hecho por los medios de comunicación: prensa, radio y televisión, sin tampoco olvidar las redes sociales. Habían corrido ríos de tinta y titulares en primera página. Me contó del rechazo contra quien, con premeditación, disparó su escopeta tratando de cazarme, y más al ser yo especie protegida. Que toda Soria estaba indignada. Pues ese comportamiento dejaba mucho que desear. Los ecologistas de ASDEN lo habían denunciado ante la guardia civil para que abriera diligencias y tratara de dar con su paradero, reclamando a tal fin la colaboración ciudadana. También, por parte de la Federación de Cazadores se había emitido un comunicado condenado el episodio y calificando de indigno al agresor.
        Me pidió doña urraca que le contara cómo pasó todo. Yo le dije recordar muy bien que en aquellos días de Navidad, había mucha gente paseando por el Duero. Que yo me sentía observada. Y me creía popular y querida. Por eso me exhibía nadando con estilo y sumergiéndome en el agua para aparecer, de repente, por sorpresa. Con los hielos me deslizaba por la superficie. Todos me fotografiaban. Pero tales excesos de exposición los aprovechó el canalla que me disparó. Yo iba a peor, con un terrible dolor de cabeza por las heridas causadas por los perdigones. A punto de perder la conciencia, opté por internarme en la ciudad y esa decisión fue la que me salvó la vida. Las buenas gentes de AMAR me recogieron y me procuraron los primeros auxilios. Después, otros me trasladaron hasta aquí. Cuando regreses a nuestro habitual hábitat del Duero, diles a todos que espero verlos muy pronto. (Pero la vieja nutría, agotada y ciega, ya nunca regresaría a su casa).
José María Martínez Laseca
(19 de enero de 2017)

sábado, 14 de enero de 2017

El tíquet

Lectoras y lectores: permítanme presentarme. Mi nombre es Antonino Martín López. Y con el inicio del nuevo año principié también mi nueva vida de jubilado, tras concluir mi larga etapa laboral de funcionario de la Junta de Castilla y León. Dispondré así de más tiempo libre, pensé; y, seré, por ende, mucho más rico, y no por mi modesta pensión, sino en consonancia con el aserto de que “el tiempo es oro”. Pareciera, en verdad, que uno iba a disponer de todo el tiempo del mundo, pero hete aquí que, unas veces por los efectos colaterales del cambio en la hora y otras por tener que hacer de “traidor” o “corredor de bolsa” tampoco he podido obrar a mi libre albedrío, como soñaba. En todo caso, vayamos a los hechos. En esta sociedad de mercado en la que nos encontramos, ya me ha tocado hacer varios encargos de la doña de la casa para remediar algunos de sus olvidos, al no anotar en un papel a boli su lista de la compra.
            Y así es como ya, en este mi corto recorrido como jubiloso jubilado, me han acontecido algunas experiencias que les cuento. Ha sido en hipermercados distintos de la ciudad. Tras pasar por caja. Y eso me ha llevado a prestar más atención a mi tíquet de compra, donde queda constancia impresa de la transacción mercancía-moneda. Un par de veces por desajuste entre el precio del producto que figuraba en los estantes y el aplicado al cobrarme. Pero vayamos a la tercera. Yo bajé a mi casa tan contento con la compra realizada. Y enseñé el tíquet a mi doña, que enseguida se percató de que algo allí no cuadraba. El total de 10,89 euros respondía a lo siguiente: Piña: 1,816 kg. x 0,79 Eur/Kg. = 1,43; Pera: 2,212 kg. x 1,49 Eur/kg. = 3,30; Limón = 0,79; Almendras nat. piel = 2,39; Caramelos naranja = 1,49 y Choco negro 81% = 1,49. La suma estaba bien hecha. Ese no era el problema. El fino olfato detectivesco de mi doña no tardó en percatarse del equívoco. Entre las cosas que yo había extraído de mi bolsa no aparecían peras y si dos hermosos ejemplares de piña, que, por estar de oferta, había acarreado cumpliendo con sus órdenes. Parecía deducirse a la vista del tíquet que la atareada cajera tras pesar la segunda piña había pulsado la tecla adjunta de pera, sin percibir su error. Reclamé y me devolvieron 1,56 Euros, sin tener que aportar las piñas de la prueba.
José María Martínez Laseca
(12 de enero de 2017) 

domingo, 8 de enero de 2017

El cuarto rey mago

Por fin llegó el 5 de enero de del año nuevo 2017. Y su noche era la más esperada por los niños Martín y Jimena, de 6 y 4 años, respectivamente. Ambos sabían lo que acontecía en esa noche mágica. De ahí que se les viera nerviosos, correteando por la casa desde primeras horas de la mañana. Toda la alegría del mundo se reflejaba sus ojillos vivarachos, con un brillo especial, mientras dejaban sus zapatitos en el balcón.
            Sus padres les habían relatado la tradición de los Reyes Magos. Y ellos aprendieron pronto que eran 3. Que se llamaban Melchor, Gaspar y Baltasar (este de negra piel) y que  habían llegado desde las tierras lejanas de Oriente, guiados por una estrella, para visitar al niño-Dios recién nacido y ofrecerle sus presentes: oro, incienso y mirra. Más de una vez los habían coloreado en la escuela, montados en sus camellos para hacer sus postales de felicitación. ¿Cómo olvidarlos si a ellos les escribían, tan emocionados,  sus cartas? Si en su casa era costumbre que al llegar la Navidad su madre sacaba dos grandes cajas del trastero. Una con el árbol: un pequeño pino verde que decoraban con bolitas, luces intermitentes y demás motivos. Y otra, donde guardaba las figuras del belén. Disfrutaban mucho montándolo. La gruta, con el ángel en lo alto, el buey y el asno en su interior con la Virgen María y San José, y entre los dos: el Niño Jesús. Siempre le dejaban a Jimena colocar su figurita en el centro de la escena. Su madre disponía los pastores que acudían con sus corderitos a adorarlo. Y Martín se encargaba de los 3 Reyes Magos en sus cabalgaduras.
            –Mamá, –habló Martín– el abuelo nos dijo que teníamos que poner otro camello más, porque los Reyes Magos no eran 3, sino 4. –Sí, hijo mío, eso que te cuenta tu abuelo y ya me lo refería a mí de niña. Me decía que, según una antigua leyenda difundida por Europa y sobre todo en Alemania, había un cuarto Rey Mago llamado Artabán. Que partió de su país para juntarse con sus 3 compañeros, pero se entretuvo en el camino socorriendo a un malherido por unos ladrones y por eso llegó tarde a la cita. Cuando por fin acudió a Belén, la Virgen y San José con el Niño ya habían partido hacia Egipto, huyendo del rey Herodes. –Entonces, mamá, si son 4, está noche nos traerán más regalos. (Y su hermanita Jimena sonreía de contento).       
José María Martínez Laseca
(5 de enero de 2017)

martes, 3 de enero de 2017

Juan Antonio y don Blas

“Taracena y Tudela, tan afines en su diferencia, me parecían las figuras más representativas de la intelectualidad soriana. De un grupo de personas en el que la provincia, la tierra, los campos ejercían una profunda atracción. Taracena, director del Museo Numantino, vivía en la historia sin desatender la actualidad, como lo atestiguaban sus discusiones casineras, especialmente con Gaya Nuño”. El crítico literario Ricardo Gullón, recordaba así, en su artículo “Soria, 1933” de ABC (26-5-1990, p.3),  el buen ambiente cultural de aquella ciudad castellana arrinconada a la que él llegó como jurisconsulto de su Audiencia provincial. Soria, de sobrio encanto, seguía siendo la pequeña Atenas –con su Ateneo incluido– que añorara el poeta Antonio Machado en su retiro de viudedad en Baeza. Blas Taracena estaba allí en su propia salsa. En encorsetado soneto esculpió su retrato el poeta amigo Gerardo Diego, anotando su cabello rubio y sus ojos azules, que “hablaba poco, a tiempo y cristalino”. Y relataba: “Aún preguntan por él sus dos museos. / El Numantino fue su fina obra, / su celo, su desvelo, su zozobra, / la niña de sus ojos y recreos. // Después el Arqueológico en la cumbre / de la que fue estación del cuaternario. / Y él su aposentador, alma en su almario, / buscando a cada joya exacta lumbre.” De complexión fuerte, dotado de tenacidad y actividad poco frecuentes. Parecía de otra raza.
            Hablamos de Blas Taracena Aguirre, cuya vida transcurre desde su nacimiento en Soria, el 1 de diciembre de 1895, hasta su óbito en Madrid, el 1 de febrero de 1951. Prácticamente todo lo que acontece dentro de ese paréntesis (guerra civil incluida) es lo que nos relata Juan Antonio Gómez Barrera en su imponente libro, de 972 páginas, BLAS TARACENA AGUIRRE (1895-1951), editado por el Ayuntamiento de Soria en colaboración con otras entidades. Una magnifica biografía, avalada en sus documentos, tras 13 largos años de pesquisas. Solo desde una analogía intelectual con el personaje biografiado cabe entenderse tan denodado esfuerzo. Y su lustre es mayor por el cuidado del autor en el decirlo bien. Solo desde la pasión en lo que se cree y en lo que se crea. Con todo el poso y el peso del ejercicio de la paciencia. De “Soriano que triunfa”, vamos. Muy merecedora de elogios y laureles. 
José María Martínez Laseca
(29 de diciembre de 2016)