domingo, 26 de febrero de 2012

Campos de Castilla, 1912

Un giro radical en su vida bohemia -por Madrid y París- llevaría en 1907 al poeta Antonio Machado, con 32 años, a ocupar la cátedra de francés en el Instituto de Soria. “Cinco años en la tierra de Soria -diría- orientaron mis ojos y mi corazón hacia lo esencial castellano”. Fruto de aquella experiencia vivida fraguaría un nuevo criterio poético, puesto de manifiesto en el poemario “Campos de Castilla” (CC), que vio la luz en la primavera de 1912, previo al óbito de su joven esposa, desde 1909, Leonor Izquierdo. De ahí que este año se celebren ambos centenarios. Con CC, Machado saltaba las bardas del corral de sus “Soledades” (1903) -con jardines modernistas-, y de “Soledades, Galerías. Otros poemas” (1907) -de lenguaje simbólico-, para ir al encuentro con los demás.
En realidad, CC no era sino la compilación de un total de 54 poemas, con escasos inéditos, ya que la mayoría de ellos habían aparecido publicados en revistas literarias del momento como “La Lectura” o “La Tribuna”. Lo iniciaba su famoso “Retrato” y lo cerraba el elogio “A Juan R. Jiménez”. También en él tenía cabida su poesía aforística y filosófica, con sus primeros “Proverbios y Cantares”. Ni tan siquiera alcanzaba las 200 páginas, lo que avala que surgiera por la necesidad de dinero de don Antonio para ir a París, becado -junto a su esposa-, en 1911.
El problema nacional es el tema principal de CC, puesto que Castilla, de pasado histórico y glorioso, supone una clara metáfora de España, cuyo presente se rechaza, al cifrar la esperanza en el futuro. Soria, aportó a Machado belleza y decadencia, fortaleciendo su patriotismo. Hay valoraciones sobre el paisaje en “A orillas del Duero”, y del paisanaje, con versos broncos, en “Por tierras de España” o en el extenso romance cainita de “La tierra de Alvargonzález”. Pero esa visión dura se dulcifica en los tres poemas últimos de “Campos de Soria” por influjo de su matrimonio. Ello se intensificará en la versión ampliada de CC, incluida en sus “Poesías Completas” de 1917. En 1912, CC recibió un gran éxito de crítica por boca de Unamuno y Ortega, entre otros. Machado se salvó del suicidio. Y Soria irrumpía en el mapa cultural como un ámbito poético trascendido. A fin de cuentas, CC era la mejor ofrenda hecha por un poeta andaluz a la Castilla materna.
José María Martínez Laseca
(25 de febrero de 2012)

Versos y flores para Leonor

Este año, mediado abril, se cumple el centenario de la publicación del poemario “Campos de Castilla” de Antonio Machado, que puso por vez primera a Soria en el mapa cultural de España. Además, toca recordar los 100 años del fallecimiento de Leonor Izquierdo Cuevas. Será el 1º de agosto, pues “fue a las diez de la noche / en la calle Estudios, 7 / con dieciocho años cumplidos / ¡maldita la mala muerte! / cuando Leonor expiró”. Se cerraba así el negro paréntesis abierto el 13 de julio de 1911 en París, al evidenciar la joven esposa, mediante un vómito de sangre, los síntomas de la letal tuberculosis, el llamado mal del siglo. Sucedió en París, sí; “cuando la enfermedad de Leonor nos hirió como un rayo en plena felicidad”, diría Machado. Ya saben los lectores los detalles de esta tristísima historia de amor. Que era a la plazoleta del Mirón, a donde la llevaban su esposo, “y una madre amante, para que la malograda niña encontrase alivio a su mal, respirando aire puro bajo un olmo secular”. Pero no se produjo el milagro, pese a que los brotes verdes de la primavera despertaran nuevas esperanzas. Los funerales del día 2, en la iglesia de Santa María La Mayor -donde sus esponsales, apenas hacía tres años-, la despidieron con toda solemnidad y gran concurrencia de gente, trasladándose el féretro hasta el Camposanto del Espino. Aquí reposan sus restos, ahora en la sepultura nº 810 grado 1º, 2º Norte, reubicados desde su tumba inicial, la nº 432, grado 2º, 1º Norte, el 13 de mayo de 1938. Sobre la lápida de mármol blanco, esta dedicatoria: “A Leonor, Antonio”. Por eso el Espino supone una de las claves necesarias para mejor comprender la lírica de Machado, puesto que si, ya desde su llegada, Soria está presente en sus versos; precisamente, Leonor, su “paloma de linde” quedará consagrada para siempre en su poesía.
Desde que Antonio, viudo en Baeza, pidiera a su buen amigo José María Palacio que subiera al alto Espino “donde está su tierra” y le llevara flores a su difunta esposa, generaciones sucesivas de sorianos hemos continuado ese ritual, en respuesta a tan piadosa petición. En especial, los alumnos de su Instituto que, todos los años, el día 22 de febrero, aniversario de la muerte de Machado en Collioure, ascienden al cementerio y recitan poemas en su honor. Y depositan sobre la tumba de Leonor aquellas flores frescas prometidas.
José María Martínez Laseca
(23 de febrero de 2012)

domingo, 19 de febrero de 2012

Todo un planeta Sierra

El pasado jueves, tras concluir mis clases en el IES Antonio Machado, me adentré en el Casino a beber un “Silentium”, siguiendo mi costumbre antes de ir a comer. Y me topé con Antonio Ruiz Vega, que se avino a mí para presentarme al pintor Manuel Sierra (Villablino, León, 1951). Sierra es bajo y robusto; viste entero de negro y resulta campechano y muy agradable al trato en la conversación. “No hice autorretratos en mi vida, porque me interesan muy poco. Alguno haces. Ahí hay uno. Este dibujo en que sale una mano de una caja que sostiene una calavera. Una especie de matrioska de la que surjo yo ahora mismo, calvorota ya, pero del que asoma otro con los pelos y de ese sale un niño, con una línea de puntos, como diciendo: en caso de necesidad, cortar siguiendo la línea de puntos, porque esto, al igual que los toros, se termina”.
Sierra regresa a Soria para agradecerle a Antonio Ruiz, padre, el haberle acogido y protegido en aquel tiempo difícil del tardofranquismo. Lo hace con esta exposición bajo el nombre genérico de “Las Marcas del Tiempo,1973-2012”. Un brazado de cuadros, fruto de su oficio de pintor, que es lo mejor que tiene. Decía Eugenio D´Ors: lo primero, señor mío, tener un cosmos propio. “Posiblemente, el secreto de pintar esté en lograr algo que para ti es de una intimidad muy grande, pero que pueda hacer que los demás también se vean proyectados en sus intimidades”. Así, Sierra ha creado su planeta.
Nos lo muestra esparcido por tres continentes. En el Colegio de Arquitectos están los cuadros de gran formato; algunos abstractos, como tótems erguidos, los que el padre José Velicia quiso ver, alertado de que estaba pintado a Dios. En el altillo, su “Origen del mundo” y cerámica -con englobes sobre barro- sometida al tercer fuego. En el Gaya Nuño enseña su obra primera, de pequeño formato, con múltiples dibujos; la más íntima. Y en el Palacio de la Audiencia, cuelgan cuadros de mediano tamaño, junto a su obra reciente. “Todo lo que hay expuesto son piezas que extraje de otras exposiciones; ni mejores ni peores, con las que estás más encariñado y que he guardado para mi”. Con temas obsesivos como el circo, casas, barcas y bosques. Y carteles de lucha. Contemplémoslos. Manolo Sierra pinta desde su ideología. Sabe de duros viajes y todo ello nos los cuenta mezclando en su paleta los colores acrílicos con su inmensa ternura.
José María Martínez Laseca
(16 de enero de 2012)

domingo, 12 de febrero de 2012

Divagación sobre la nieve

Me gusta mi Soria, toda vestida de blanco como una novia. Y es que la nieve ha venido a visitarnos dentro de esta ola de frío siberiano que otros dan en tildar de soriano. Que buena falta hacía para amamantar veneros. Para que sacien su sed los campos sembrados de cereal y para que respiren mejor las personas, sujetando las alergias. Aunque, la verdad sea dicha, ya no nieva como antes, por lo que no resulta extraño ver su manto blanco por televisión enjalbegando las playas de Mallorca, mientras aquí la echamos en falta. “No nieva de frío que hace”, decían nuestros mayores. Pero, esta vez caen los copos de buena gana y parece que el aire se puebla de una plaga de langostas blanquecinas. Se asientan sobre la superficie helada del río Duero y la tiñen de blanco. Como los montes y las sierras, en los que apenas renegrean algunas encinas. Desde lo alto del Castillo, la tierra que divisan mis ojos en derredor de la ciudad se oculta bajo una inmensa sábana blanca. Memoria de la nieve que se cobija en el silencio y que me trae al recuerdo la espiral de la muerte en nuestros pueblos vacíos por despoblados; si acaso, todavía, con algunos octogenarios testarudos. Pero esa misma nieve es una fiesta para los chicos escolares, que se revuelcan en su harina, se deslizan sobre su superficie con improvisados trineos, juegan con ella lanzándose bolas y levantan muñecos gordinflones con su inmaculado algodón.
Al Antonino, al “Mocha” y a mí nos agrada caminar, bien lo sabéis, sobre la nieve -sintiéndola crujir bajo nuestros pies-, tanto como el charlar, ya que todos tenemos cosas que contar, al par que sentimos curiosidad por conocer de los demás. Entendemos, por ende, que escuchar al discrepante nos enriquece. “Busca a tu complementario / que marcha siempre contigo / y suele ser tu contrario”, decía Machado. Y es que casi todos nosotros somos bastante diferentes a como nos imaginamos. De no ser así nos resultaría imposible el soportarnos a nosotros mismos. El pensamiento del hombre apenas ha evolucionado desde la era magdaleniense con lo que mantiene aquellos temores ancestrales, garantes de supervivencia. Sin embargo, el miedo, por causa de esta maldita crisis, se ha convertido ahora en un arma cargada de sumisión. En fin, la ola polar crea problemas por aceras y carreteras. Está el Moncayo azul y blanco: cual los Urales en la película “Doctor Zhivago” (1965).
José María Martínez Laseca
(9 de febrero de 2012)

Las Candelas y San Blas

Mi querida villa de San Leonardo -en cuyo instituto ejercí de profesor y de cuyas gentes guardo muy gratos recuerdos, contando allí con algún buen amigo- celebra, durante estos días, sus conocidas fiestas de invierno, nombradas de Las Candelas y San Blas. Ello, pese a que el derrumbe del emporio fabril de Puertas Norma se haya metido como una voraz carcoma por entre las mentes de la mayoría de las familias. Y es que igual que el sol en una gota de agua, la tristeza se refleja en las miradas. Nadie sabe exactamente lo que pasa y eso es lo peor que puede pasar. Pese a todo, habrá que comenzar a hacer algo, a actuar con renovadas energías por doblegar el futuro incierto, para abrir así nuevos boquetes de esperanza y porvenir.
La tradicional rivalidad entre pueblos vecinos ha generado con frecuencia irónicas letrillas. Son de este cariz: “Navaleno, pueblo bueno, pueblo sano, pero no tiene danzantes y subieron los comediantes por escalera de mano”. Y obtiene por réplica: “San Leonardo de grandes ideales, se deja caer el campanillo por falta de materiales”. Y tales dimes y diretes nos dan pie para centrarnos en lo que acontece de extraordinario en el lugar con motivo de la celebración de la purificación de la Virgen y del Santo Obispo protector de gargantas. Procesiones, danzantes y comediantes, serán, pues, protagonistas esenciales.
La cosa viene de atrás, como se advierte en el librito “Historia de la iglesia de San Leonardo” de Teodoro de Miguel de Miguel. En él se recogen las ordenanzas de dicha fiesta fechadas a 14 de enero de 1703. “Primeramente ordenamos que todos los años desde hoy en adelante, para siempre jamás, el día de la Purificación de Nuestra Señora, dos de febrero, sea celebrado con sermón, danza, comedia y soldadesca. ITEN.-Ordenamos que el día siguiente que se celebra San Blas, se asista a la procesión con dicha soldadesca y danza, y dicha la misa en la ermita si el tiempo ayudare y estuviere favorable, se vuelva con el mismo orden a la iglesia.” Otras cosas se dictan a continuación -como el reparto de papeles en la comedia-, que no tienen el menor desperdicio. Por cierto, causa extrañeza que su Virgen de Candelas parezca transmutada de la Virgen del Rosario, al portar en sus manos esa sarta de cuentas. En fin, mejor será vayan a verlo y disfrutarlo a San Leonardo.
José María Martínez Laseca
(2 de febrero de 2012)

De vuelta al paraíso

Aquella tarde por las márgenes del Duero resultó diferente. Me fallaron el Antonino y “el Mocha”. Mas, mientras caminaba hacia el Pereginal, me topé con otros dos amigos. Se trataba de S.B. y J.R. que volvían al lugar de su infancia de travesuras y de juegos. Juntos, pues, tras cruzar el puente nuevo, avanzamos por la senda de zahorra allegándonos a los acantilados. Así a peña Grajera, que poblaran bandadas de estos córvidos. Más adelante, anduvimos sobre el entarimado de la pasarela hasta peña Mala, junto al puente de la variante, en donde desemboca el arroyo de la Fuente del Rey. Bellos parajes en los que mis compañeros, cuando niños, prendían con liga los ansiados turis cantores. De vuelta S.B. me refería que su padre solía cazar también por allí y que a ellos, infantes que curioseaban por el polvorín y se adentraban en los trigales del Mandarria, el tío Tormenta les disparaba con cartuchos de sal.
Me hablaron del molino eléctrico harinero en el arranque de la carretera de Almajano, donde acudía mucha gente a moler y de la posada en la carretera de Ágreda del Hermógenes Peña, de Aldealpozo, a la que llegaban las carretas que portaban maderas de pinares para regresar luego cargadas de trigo. En ella se hospedaban los Bozales de mi pueblo cuando acudían a la feria de septiembre en las eras de Santa Bárbara. Ya de vuelta por la orilla derecha me fueron señalando otros mojones de su paraíso infantil. Como el peñón desde el que saltaban al río los arriesgados mozos para atraerse a las muchachas. Más adelante, donde se abre el portillo en la muralla, el huerto del “tío Grande” -gigantón y santero de la ermita de la Soledad-, que les perseguía con una larga vara, porque ellos le robaban la fruta.
Junto al puente de piedra, se acordaron del garito del Augusto, de opíparas meriendas y bailes de parejas. Recordaron su atracadero. Las barcas alquiladas para navegar y bañarse en la ancha tabla del río. Las ruinas del convento de San Agustín, con el bar de la esquina, les llenaron a su vez de nuevas resonancias. De vuelta al casco urbano me decían que el barrio de San Pedro era, cuando ellos niños, igual que en las plumillas que pintó Sanz del Poyo. Nos separamos junto a las ruinas de San Nicolás y me dieron las gracias por rescatarlos del alzhéimer. Yo rumié estas palabras del poeta Joan Margarit: “el pasado es esa fiesta que nos damos a nosotros mismos”.
José María Martínez Laseca
(26 de enero de 2012)

De naufragios

Íbamos el Antonino, “el Mocha” y yo por las márgenes del Duero. Herederos de aquellos aventureros que buscaban las fuentes del Nilo o del Amazonas como si de un Santo Grial se tratase. Sintiendo bajo nuestros pies la permanencia del paisaje, a la par que el paso del tiempo. Eran los días en que vino la nieve a visitarnos. Los tres caminábamos como otra jornada cualquiera, contracorriente y contra el frío. Embutidos en nuestras pellizas. Las manos dentro de los guantes y protegidas las orejas por unas coberturas que habíamos adquirido en las rebajas de enero por el módico precio de un solo euro. Observamos en las orillas los flamantes atracaderos para las piraguas. Mayor el del Augusto, junto al puente de piedra y otro más, aguas arriba, próximo al Peñón. Yo les recordé aquellos tiempos en que la alcaldesa Encarna Redondo quiso ponernos un barquito turístico -inspirado en los que surcaban el Misisipí en época del gran Mark Twain-. Idea ésta que ya a finales el siglo XVIII preconizara el periódico “El Numantino”, órgano oficial de la Sociedad Económica Numantina de Amigos del País. Pero aquel barquito, aquel barquito -el de la Encarna- nunca se fletó.
-Os supongo enterados del siniestro del Costa Concordia que estaba realizando un crucero de placer por el Mediterráneo, frente a las costas de Italia -nos dijo “el Mocha”-. Fijaos que transportaba más de 4.000 personas, que es como decir toda la gente de El Burgo de Osma y su comarca. Se cuentan ya 11 víctimas y 24 desaparecidos. Curiosamente el capitán fue el primero en saltar a tierra. Uno de los turistas que viajaban en el barco se quejaba, cabreado, de que miembros de la tripulación los abandonaran a su suerte, mientras otros se preocupaban antes de poner a buen recaudo las sacas del dinero que portaban.
-Lo que dices -añadió el Antonino, mientras observábamos el río helado- me recuerda la tragedia del trasatlántico Titanic, inundado como una bañera, tras chocar contra un iceberg el 14 de abril de 1912, va para 100 años. Primero las mujeres y los niños. Y la orquesta sonando en cubierta. Pero a bastantes se los tragó el mar.
-Es -concluí yo- una clara metáfora de los que acontece ahora en este país de negocios fáciles y hábiles tahúres. El barco hundiéndose y ¡sálvese quien pueda!
José María Martínez Laseca
(19 de enero de 2012)

Hubo una vez una guerra

Han pasado 75 años. Tanto el bando republicano como el nacional recibían con idéntico optimismo la llegada del año 1937, lo que contrastaba con la agria realidad de una España fratricida. Los primeros periódicos del año despedían a Unamuno con la incomodidad que suscita todo inconformista disidente. Tras aquel tiempo para luchar, ahora llega el tiempo para recordar. De contarlo. Con el Alzamiento del 18 de julio de 1936 se desataron las más bajas pasiones. Y las delaciones interesadas o carcomidas por el odio buscaron su particular ajuste de cuentas. Hay quien me refirió que cuando fue al cuartel a preguntar por la suerte de su padre le dijeron que éste no figuraba en la lista inicial y que lo incorporaron en el pueblo al denunciarlo algún vecino y por eso acabó asesinado en una fosa común. En Almajano, mi pueblo, estaba entonces de Alcalde Emilio Bozal. Y cuando llegaron las rapaces de turno con su camioneta de la muerte a por el veterinario David Gayo y a por el médico Anselmo Peña, tildados de rojos, dicho alcalde les plantó cara espetándoles que si había que llevarse a alguien por delante que empezaran por él. Con lo que fuéronse y no hubo nada.
Muy distinto es el caso del carbonero de Magaña, que había hecho un par de mellizas a su pupilera. Éste solía increpar a los quintos del lugar aconsejándoles que no fueran a la guerra. No tardó mucho en darse el chivatazo. Y los piquetes falangistas acudieron en su busca. Lo encontraron junto al cauce del río mientras lavaba sus ropas. Lo subieron al camión y le dieron el paseo, descerrajándole un tiro en la sien. Dejaron su cadáver a la vista, tirado en la barranquera junto al puente. Los vecinos de La Losilla se apiadaron y lo cubrieron con piedras. “¡Ahí está enterrado!, me señalaba siempre el Marino -el tendero- cuando transitábamos por aquella carretera”, relata mi confidente.
Eso en la retaguardia. No obstante, en el frente sí que hubo algunas bajas de hombres de mi pueblo. En el atrio de la Iglesia una placa de mármol, junto a una cruz de madera, nos recordaba sus nombres de gloriosos caídos por Dios y por España. Eran tres: Saturnino Solano, Domingo Rodrigo y Honorio Heras. Este cayó en combate en Teruel. A Domingo lo alcanzó la explosión de una bomba. Y sobre Saturnino corrió el rumor de que se envalentonó con su capitán y le dispararon por la espalda.
José María Martínez Laseca
(12 de enero de 2012)

El arcano del arca

Día 6. El calendario cíclico mojona la Epifanía o iluminación cristiana. Se trata de la adoración de los Magos de Oriente -embajadores de los tres continentes del mundo entonces conocido-, que llevan al niño Jesús sus presentes de oro (al ser rey), incienso (por Dios) y mirra (como mortal). “Por los Reyes lo conoce el buey, y por San Sebastián el gañán”, vislumbrando el crecer de la luz al cerrarse el solsticio de invierno de días cortos y largas noches. Que, antes ya, “por Santa Lucía -reza otro refrán- mengua la noche y crece el día”. Enfría la mañana y el aliento de personas y bestias se muda en escarcha. El dios Jano, que nombra el principiar de Enero, muestra su doble faz. Vieja, mirando al pasado año 2011 y jovial hacia el brotar de 2012. En estas Navidades apenas cuatro copos de nieve. Las sierras del Alba y Tabanera franquean el norteño horizonte. En el cercano acebal de Garagüeta brillan rojas sus bayas. Lo demás es naturaleza muerta. Estas fueron tierras de invasión musulmana, reconquistadas y cristianizadas en su repoblación. Cual siamesas surgen -delatadas en su toponimia- Almarza que es Al-Mazra o tierras de labor y San Andrés, varonil, primer apóstol. Entre ellas disputas en defensa de lo propio, pero también concordias de comunal economía, que aliviaban la dura supervivencia.
Los vecinos se agrupan en sus plazas, tras la misa, dispuestos a partir hacia Canto Gordo que es el punto de convergencia. Se palpa el entusiasmo ante el atávico ceremonial. “El arca que en los años impares va (a hombros) a Almarza, regresará en los pares a San Andrés”. Dentro del cajón de doble cerradura, los documentos que acreditan pactos y pleitos sobre la dehesa común de La Mata. Lo abren las dos llaves que traen sus alcaldes para así rubricar el intercambio. Se cruzan palabras amigas de logros y deseos. Es un acto sencillo, entrañable, de identidad y distinción, al par que cultural, pues recupera la propia memoria colectiva. La ritualización periódica de acuerdos que crean fines, actitudes y valores morales; muchas veces reflejados en fueros y viejas ordenanzas municipales. Hoy, debiera servir de pauta, a fin de encarar los retos de un futuro compartido de progreso y bienestar.
Mientras las aguas del río Tera rían por el ancho Valle, el ciclo de la vida rotará en sus usos y costumbres.
José María Martínez Laseca
(3 de enero de 2012)